Dominio público

Perú en la segunda vuelta, Castillo se reinventa y Fujimori se reafirma

Juan De la Puente

Abogado y polítólogo, candidato a doctor en Filosofía. Director del portal de asuntos públicos Pata Amarilla

Un hombre pasa por delante de un quiosco de prensa, con las portadas de los diarios que recogen los resultados de la primera vuelta de las elecciones presidenciales. EFE/Paolo Aguilar
Un hombre pasa por delante de un quiosco de prensa, con las portadas de los diarios que recogen los resultados de la primera vuelta de las elecciones presidenciales. EFE/Paolo Aguilar

Cada cinco años, cuando los resultados reflejan el divorcio entre Lima, la capital del Perú, y las regiones, y el voto de la elite política y económica es contestada por otras expresiones electorales, la mayoría de los análisis recurren al "Perú profundo" como la explicación privilegiada de la sorpresa e invocan a los antropólogos a que diluciden el comportamiento electoral inesperado.

Es probable que la antropología -y quizás las ciencias médicas- tengan que estudiar esta reiteración facilista que recrudece con las recientes elecciones peruanas y que las indagaciones empiecen por Lima y la élite nacional, porque los problemas que presentan las elecciones del 11-A son escasamente asimiladas por el patrón analítico general que, al mismo tiempo que insiste en que todos los resultados son sorpresivos, propugna que el problema reside en el elector y no en la oferta electoral.

El 11-A se cumplieron las previsiones más importantes y serias: múltiples polarizaciones sobre el escenario, baja representación de partidos y candidatos, hundimiento del tradicional centro político, giro conservador y desembalse de votos en los últimos días. La sorpresa de mayor significación fue Pedro Castillo, de Perú Libre, que obtuvo el 19% de votos válidos; él disputará la segunda vuelta electoral el 6 de junio con Keiko Fujimori, de Fuerza Popular, que obtuvo el 13% de votos.

Las elecciones reflejaron el alto índice de ausentismo de 27% en un país donde el voto es obligatorio, que significa que casi 7 millones de los 25 millones habilitados se quedaron en casa, probablemente por temor al contagio del Covid-19 que se encuentra en el pico mas alto de la segunda ola, y por su disidencia electoral. Otros 3 millones anularon sus votos; es decir, 10 millones de electores no tuvieron un voto afirmativo el 11-A.

La fragmentación electoral peruana es tradicional, aunque es inédita la baja representación, comparada con las elecciones de las últimas décadas. Los dos candidatos que pasan a la segunda vuelta no suman un tercio de los votos válidos, de modo que el punto de partida de la nueva campaña electoral es precario. Otras dos sorpresas fueron la derrota de Verónika Mendoza, de Juntos por el Perú, candidata del progresismo y feminismo, y la irrupción de Renovación Popular, un partido de ultraderecha, el Vox peruano, liderado por Rafael López Aliaga, un supernumerario del Opus Dei, que tendrá el 10% de escaños del Congreso.

En la derecha e izquierda hubo una suerte de primarias internas las semanas previas al 11-A que no lograron suprimir la dispersión. La fragmentación final arroja un cóctel de minorías y confirma la trasformación del sistema peruano en multipartidista deformado; resume el fracaso de una oferta electoral que no logró reducir la resistencia de un tercio de los electores que, hasta una semana antes del 11-A, se negó a mostar sus cartas en las encuestas. La mitad de ese bloque llamado "indeciso" anuló sus votos y la otra repartió sus preferencias, un desemblase relativo que benefició especialmente a Castillo.

Castillo es explicado desde la derecha como el candidato radical que emergió de las piedras como una venganza de los pobres, en tanto que desde el progresismo se le presume portador de un socialismo más duro y contrario a la izquierda cosmopolita (su mayor votación se registra en la sierra central y sur de país, y en el Perú rural).  Hay algo de razón en cada explicación, pero sería un error absolutizarlas y presentar al candidato como un fenómeno planificado e ineludible sin tomar en cuenta lo central de su presencia: él no buscó a sus votantes, ellos lo encontraron a él. Fue la segunda vez, hace meses Perú Libre se encontró con Castillo.

La segunda vuelta está transformando con rapidez a Castillo; por ahora es un desafío clasificarlo. Las etiquetas van de un izquierdista radical y/o conservador, abonado por su discurso pre 11-A restrictivo en materia de derechos y libertades, contrario al enfoque de género y a la Corte Interamericana de DDHH y dispuesto a disolver instituciones autónomas como el Tribunal Constitucional, hasta un radical contestatario con escasa identidad socialista, esta última autoafirmación que él ha rehuido en beneficio de una simbología electoral más intrincada El lingüista peruano Marcel Velásquez lo he definido como "un maestro de escuela, sindicalista tenaz, conservador social que representa a los excluidos y ofrece transformación", y este columnista lo definió antes del 11-A como un nacional populista.

Fujimori, en su tercera postulación, es más definible. Es la representante más caracterizada de la derecha y revindica el modelo económico neoliberal y la Constitución de 1993; también es partidaria de la restricción de derechos y libertades y ha ofrecido en campaña una mano dura para salir de la crisis económica y encarar la delincuencia. Está procesada por varios delitos de corrupción en los que la fiscalía tiene evidencias sustantivas, a razón de las cuales estuvo detenida más de un año. Luego, le fue pronosticada su muerte política que en el Perú fue siempre una previsión fallida. En su caso, atrincherada en el núcleo duro de su electorado (en 2016 obtuvo 39% de votos), se vio beneficiada de la debilidad de su candidato gemelo, el economista Hernando de Soto, de Avanza Perú, y de los exabruptos de López Aliaga.

De cara a la segunda vuelta, Fujimori se reafirma y Castillo se reinventa. Fujimori pretende avanzar confiada desde el giro conservador que ha realizado el país y prescinde del rito tradicional de las segundas vueltas de correrse al centro para ganar adhesiones; ha llamado a la formación de una coalición de las derechas contra la izquierda, lo que indica una estrategia de polarización alrededor de la democracia de las instituciones y especialmente la economía de mercado. Castillo ha convocado a un dialogo político que se presume es más de "abajo" que de "arriba" y parece apostar por una polarización alrededor de la democracia política y social, es decir, entre ricos y pobres, regiones vs. Lima, y corrupción vs. anticorrupción. El mundo de las libertades -feminismo, comunidad LGTB+Q, el centro político y los movimientos sociales- esperan de él una apuesta clara contra la derecha y contra cualquier forma de autoritarismo político y moral.

La elección del 11 de abril y muy probablemente también la segunda vuelta, no serán suficientes para resolver el problema del liderazgo de una democracia rota. En las primeras semanas, como antes del 11-A, habrá dos países electorales: por un lado Lima y los sectores de ingresos altos que urgirán al país a tomar partido con angustia y, por el otro, la mayoría de peruanos que se mantendrá distante; un país que vive más las elecciones y el otro que vive más la crisis.

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