Dominio público

¡Cómo duele Colombia!

Esther Rebollo

Directora adjunta de 'Público'

Un manifestante sostiene un aviso durante una protesta reciente en Cali (Colombia).- ERNESTO GUZMÁN / EFE
Un manifestante sostiene un aviso durante una protesta reciente en Cali (Colombia).- ERNESTO GUZMÁN / EFE

De forma recurrente se habla de más de 50 años de conflicto armado en Colombia, el que se supone debió de haber terminado en 2016 tras la firma de la paz con la guerrilla de las FARC. Gabriel García Márquez ya nos contó que eran Cien años de soledad (o de muerte, violencia y represión). Estudiosos contemporáneos se van 200 años atrás, cuando se produjo la gesta bolivariana que desembocó en la independencia y en la etapa republicana, seguida de guerras civiles y disputas. Pero los historiadores y, sobre todo, los pueblos originarios datan el inicio de la gran violencia hace más de 500 años, con la colonización española y la instauración de la encomienda, ese modelo feudal de otorgar tierras y personas a los lugartenientes, convirtiéndolos en dueños de todo y de todos, convirtiéndolos en apisonadoras de cualquier derecho humano.

Colombia es un reguero de muerte desde hace tanto tiempo que no se conoce generación que haya vivido en paz. Un país que tiene capacidad para producir alimentos para todos sus habitantes y con sobrante para las naciones vecinas; con oro, plata y recursos naturales, incluidos energéticos, suficientes para haberse convertido en una de las naciones más ricas del mundo, pero hoy es una de las más desiguales. Era la tierra prometida, El país de la canela, en la que el conquistador extremeño Gonzalo Pizarro, en vez de las codiciadas especias, se topó con otros tesoros, como relata William Ospina en su literatura. 

Un territorio rico en biodiversidad, lenguas, ritos ancestrales, lleno de campesinos humildes y trabajadores, pero los colombianos sólo han padecido el azote del tirano. Paradójicamente fue el único país de Sudamérica que no sufrió una dictadura de la llamada Doctrina de la Seguridad Nacional. No hizo falta que Estados Unidos diera un golpe en los años setenta u ochenta, como ocurrió en otros Estados latinoamericanos, porque las oligarquías bogotanas eran tan dóciles que la Casa Blanca les podían gobernar desde Washington. 

Colombia también es el único país de Sudamérica que no ha tenido reforma agraria, como consecuencia de una maniobra perfectamente orquestada por el poder económico. Era mejor provocar, y más si se cuenta con unas fuerzas militares que saben amedrentar al pueblo. Y así nacieron las guerrillas, primero las liberales, durante la guerra civil que siguió en 1948 al magnicidio del caudillo del nuevo liberalismo, Jorge Eliécer Gaitán; y luego las socialistas y comunistas que bebieron de la revolución cubana: FARC, ELN, EPL, M-19 y algunas otras con distintas siglas. 

La ausencia de esa necesaria reforma agraria, que podría haber amputado las herencias de la encomienda, fue el origen del conflicto armado contemporáneo, basado en el despojo progresivo de la tierra, ese despojo que llenó el país de masacres, éxodo y desplazamiento masivo de la mano del factor más desestabilizador: el paramilitarismo. El germen fueron unas organizaciones de civiles armados llamadas Convivir, nacidas en Antioquia en los años noventa del siglo pasado bajo el amparo del entonces gobernador de ese departamento, Álvaro Uribe. De ahí a las temibles Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) fue un paseo. La violencia se desató hasta límites insospechados y el revolutum de actores armados estaba servido.

En Colombia aprendí el significado de la palabra "resiliencia" cuando conocí a las madres que habían sido arrancadas de sus hijos víctimas de los falsos positivos, un eufemismo intolerable para denominar las ejecuciones extrajudiciales del Ejército. También cuando entrevisté a los secuestrados que, tras años de cautiverio, encontraban la libertad; o cuando escuché con un nudo en la garganta a mujeres violadas y usadas como armas de guerra; a jóvenes reclutados de manera forzosa para combatir contra su propio pueblo; o a campesinos que ven cómo arrasan sus cultivos de yuca y solo les queda sembrar coca a cambio de unos pesos. Sí, los cocaleros siempre han sido el eslabón más débil de la cadena del narcotráfico porque las bombas caían sobre ellos, nunca sobre el patrón.

En Colombia resuenan dos nombres que provocan ‘amor y odio’ y permiten entender el horror: Pablo Escobar y Álvaro Uribe, ambos de Medellín. El jefe del cartel de la droga más famoso del mundo (su historia ha dado de comer hasta a guionistas de Hollywood) tomó el control del país durante los años ochenta y se apoderó, con dinero del narco, de las instituciones del Estado; llegó incluso a ser congresista suplente. Y Uribe ocupó oficialmente el poder entre 2002 y 2010, aunque para muchos lo retiene todavía. Durante su gobierno puso en marcha la llamada Política de Defensa y Seguridad Democrática, una excusa para la guerra total contra las guerrillas y opositores incómodos, una coartada para ejercer terrorismo de Estado. Pero ambos se ganaron el apoyo del pueblo porque parecerse a ellos es considerarse ‘un hombre hecho a sí mismo’, parecerse a Escobar o a Uribe significa ser fuerte. La triste ‘cultura del narco’ impregna una parte amplia de la sociedad colombiana. 

Pero también Colombia tiene una capacidad de lucha inaudita. En su historia democrática abundan los magnicidios y asesinatos de candidatos en campañas electorales, aún así los movimientos sociales y comunitarios son increíblemente valientes, sus mujeres lideresas también. Las llamadas fuerzas oscuras (otro eufemismo para denominar a quienes perpetran terrorismo de Estado y a sus aliados) saben muy bien quiénes no deben llegar a la meta, y por eso les hacen desaparecer antes de obtener cualquier victoria que pueda entorpecer el plan previsto. 

Su historia democrática está llena de persecución a periodistas críticos; por eso, la mayoría de los grandes medios le siguen el juego al poder. Y aquí mi reconocimiento a los comunicadores de las regiones y las periferias, de lugares donde la guerra y la violencia están más presentes, lejos de la capital; les considero la gente más valerosa que he conocido porque a muchos les llega la muerte ejerciendo el oficio. La historia democrática de Colombia está también llena de lucha comunitaria, de organizaciones sociales y culturales, de vecinos que se avisan entre sí para sortear la mala suerte de caer en manos de un victimario. 

Y esta última es la Colombia que hace una semana salió a la calle a protestar contra una reforma tributaria presentada por el presidente, Iván Duque, el delfín de Álvaro Uribe, el mismo que irrespeta el proceso de paz con las FARC. Los acontecimientos que transcurren estos días en Colombia resumen décadas de expolio, de gobiernos indignos, de violencia. El hartazgo de un Estado que alimenta una industria militar multimillonaria que nadie quiere perder, en detrimento de la salud, la educación y la prosperidad. Sólo durante los años en los que se ejecutó el Plan Colombia (2001-2016), Estados Unidos destinó más de 9.000 millones de dólares a esta guerra. 

No me voy a extender en lo ocurrido la última semana. Solo un apunte: las masacres de campesinos, los descuartizamientos a machetazos, los bombardeos en regiones pobres y  olvidadas, aunque se llevaran por delante niños y niñas, han virado esta semana hacia armas de precisión disparadas por policías en las calles de las ciudades. Colombia es hoy una suerte de estado de sitio. Estar en la calle, seas quien seas, significa ser objetivo. Las fuerzas de seguridad del Estado entran a las viviendas, practican detenciones de forma indiscriminada. No hay cifras certeras de cuántos muertos, heridos, detenidos o desaparecidos está dejando esta barbarie. 

Pero los colombianos resisten en las calles, aún después de que Álvaro Uribe pidiera a gritos por Twitter a su hijo político predilecto, el presidente Iván Duque, que sacase de nuevo al Ejército a combatir al pueblo. Y así se hizo... 

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