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La familia bien, gracias

Nere Basabe

La familia bien, gracias
La familia Alcántara de la serie de TVE 'Cuéntame'.- RTVE

Cuesta ver cada Navidad la reposición de La Gran Familia, ese resto arqueológico de los premios a la natalidad franquista, sin las gafas del materialismo histórico: un aparejador (¡ni siquiera arquitecto!), que con sus únicos ingresos saca adelante mal que bien a una familia compuesta por 15 hijos (aún vendrán más), una ama de casa y un abuelo que chochea. Incluso pueden costearse unas vacaciones todos juntos.

Esta versión patria de Qué bello es vivir, costumbrista o de ciencia ficción según se mire, tuvo tanto éxito que conoció hasta tres secuelas menos difundidas: en 1979, La familia bien, gracias  ya nos presentaba a un patriarca envejecido y atenazado por el fantasma de la soledad, pese a tanto hijo y sacrifico. Nuestra gran saga familiar contemporánea, la serie Cuéntame que lleva 20 años en antena alimentando la nostalgia, por fin dio matarile al patriarca la semana pasada.

Su última temporada ha transitado entre dos momentos históricos: un 1992 lleno de colorido, ilusiones y proyectos megalómanos, y un presente bajo esa fría luz azul metalizada tan propia de la estética de nuestro siglo, con los rostros cubiertos por las mascarillas de una distópica pandemia y los gestos derrotados de sus protagonistas. Una narrativa que parece querer indicar que este país dejó de tener un gran proyecto colectivo con la última victoria electoral de Felipe González.

Antonio Alcántara ha muerto aferrado a la tierra, a sus raíces, como no podía ser de otra manera; pero tal vez el guiño a la muerte de Vito Corleone no sea más que la travesura de una moraleja final: el mensaje de que la familia es una mafia. Y por eso a la mía la llamamos, entre bromas, la famiglia.

The Times They are A-Changin’, cantaba el famoso premio Nobel que acaba de cumplir 80 años y que los más jóvenes ya no conocen. Desde entonces y tras tantas mutaciones, el último retruécano de los posicionamientos ideológicos pretende levantar, frente a las servidumbres de la globalización y el individualismo rampante, una última barricada con los trastos de las viejas esencias: el mundo rural y la familia como lo verdaderamente progre. Ya solo nos falta la religión para tener el pack completo de la experiencia tradicionalista. Y volverá, como ya está pasando en la muy laica República francesa, anhelante ahora de espiritualidad y transcendencia –y a veces parece que también de un poquito de fascismo.

El individuo, ese ser abstracto pergeñado por el liberalismo que en la práctica se parece en demasía a un varón blanco propietario y que actúa racionalmente movido por su propio interés, sin duda tiene mucho que objetar en su expresión actual. Pero su antónimo no es la familia (gobierno de desiguales, y que bajo el pobre argumentario de "porque soy tu p/madre y lo digo yo", resulta escasamente democrática), sino el ciudadano comprometido con su comunidad, o el más moderno individuo posicionado: "el hombre y sus circunstancias", aunque Ortega nunca concibiera la posibilidad de que esa circunstancia pudiera ser la pobreza, la extranjería o ser mujer.

Recuperar a la familia como sujeto ético y político al que dirigir los discursos públicos solo nos retrotrae a los oscuros tiempos premodernos o al franquismo, que hizo de la familia, junto con el sindicato y el municipio, los pilares de su "democracia orgánica". La famosa dialéctica de Hegel situaba a la familia como tesis cuyo principio era el del "altruismo particular": una sociedad de cuidados y generosidad sin límites, pero solo con los de su sangre. Su antítesis llegó con la sociedad civil moderna, caracterizada por el "egoísmo universal", y solo la síntesis final del Estado podía reconciliar estas dos fuerzas centrífugas. Escapar de la desprotección social (antítesis) buscando el refugio de aquella tesis primera familiar nos impediría por lo tanto avanzar, y solo en la superación de ambos límites, mediante un proyecto que abola las fronteras de la familia desplegando una red de solidaridad global podría sacarnos del atolladero.

La baja natalidad es una mala noticia, pero no es nueva: la tasa de fertilidad europea descendió por debajo de los niveles de reemplazo (2.1 hijos por mujer) desde los años 70. Lo hizo justo cuando la mujer pudo acceder a la universidad, el trabajo y los métodos anticonceptivos: que la mujer pudiera elegir se convirtió en un problema, aunque ahora nos digan que el problema radica en la falta de oportunidades para elegir.

La misión de un gobierno no es promover la natalidad, sino crear el marco adecuado para que cada cual, apoyado y acompañado por políticas públicas adecuadas, pueda desarrollar su propio proyecto vital: formar una familia, plantar un huerto, abrir un negocio o dedicarse a la pintura abstracta. Y ahí es donde está fallando. Porque si lo que te preocupa es que dentro de 50 o 100 años no haya niños de piel blanca en los pueblos de Zamora o en Ceuta, igual es que eres un racista (del mismo modo que si no te preocupa en absoluto, tal vez estés abrazando un nuevo modo de darwinismo social).

Todo parece haberse reducido, sin embargo, a aquel mantra de "la primera generación que vivirá peor que sus padres", que no es más que el señalamiento de que no contamos con las mismas condiciones materiales para reproducir aquel modelo. Porque, ¿qué significa vivir peor? Cumplidos los 40, no gozo de las mismas comodidades que ellos a mi edad: aún me tengo que esperar a que me lleven de vacaciones con ellos porque yo no puedo sufragármelo.

Pero a los 30, yo ya disponía de tres veces más formación, información y cultura que ellos a la misma edad, había visitado el triple de lugares, había amado al triple de personas y había estado en mil fiestas más. Mi madre es propietaria de la casa en la que vive desde los 18 años: no sabe lo que es una fianza de tres meses ni un aval, no ha pasado por infinidad de mudanzas y tampoco ha disfrutado de compañeros de pisos ni amigos, ni ha vivido en todas las ciudades y buhardillas cochambrosas que he vivido yo; no se graduó en la universidad. Mi padre desconoce lo que es estar en paro: desde que se licenció hasta el día en que se jubiló ha trabajado en el mismo sitio, cuarenta años madrugando cada día para hacer lo mismo. A sus 70, se acaba de matricular en la universidad para estudiar lo que tal vez siempre quiso y no pudo.

En una época en que, de forma cada vez más acelerada, todo lo que era sólido se desvanece en el aire, envidiamos sus certezas y aquella estabilidad: la de un hogar, un empleo, una monogamia tal vez no siempre voluntaria. Con el trauma de la expulsión del útero materno o un destete temprano, anhelamos el regreso al fuego del hogar. Y ese anhelo alimenta hoy precisamente al mundo rural que tantos abandonaron, alquilándonos sus exóticas casitas de madera o vendiéndonos sus terrenos para comprarse un piso en el centro con ascensor y calefacción central, porque saben que mantener siempre viva la llama del hogar es muy sacrificado.

Tiene algo de inmaduro, si no de niño mimado, querer volver a comer tan bien como en casa de la abuela sin dedicar a los fogones el tiempo que dedicaba la abuela. De la mía recuerdo que nunca se sentaba a la mesa con nosotros, limitándose a servirnos como en un restaurante. Después, mi abuelo gritaba "¡Aurora, me voy a acostar!", y Aurora apartaba el libro que estaba leyendo para ir (jurando en arameo, eso sí) a abrirle el embozo de la cama. ¿Volveremos a idolatrar aquellos sacrificios humanos? ¿Y a quién inmolaremos esta vez en la pira familiar?

Freud nos enseñó a sospechar de la familia en tanto que primera instancia de represión social, el campo donde ejercitamos a través del llanto la frustración de nuestros deseos. El verdadero amor a la familia no debería consistir en dar por bueno todo lo que hubo, incluidos los gritos y castigos que nos forjaron la disciplina y el carácter, sino en seguir reivindicando lo que aquellas generaciones no tuvieron: la libertad de poder elegir, más allá de las presiones de sus respectivas familias y la educación nacionalcatólica, qué querían ser de mayores. Aunque descubriésemos, horrorizados, que nosotros no contábamos entre sus sueños. Por eso preferimos idealizarlos, porque resulta más sencillo que tratar de conocerlos.

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