Dominio público

Indignación global

Andrés Villena

Indignación global

 

Andrés Villena

Economista e investigador en Ciencias Sociales por la Universidad de Málaga

Ilustración de Patrick Thomas

Quizá la actualización de la llamada de Karl Marx en su Manifiesto Comunista a los "proletarios de todos los países" fuera hoy una convocatoria a los ciudadanos del mundo que se sienten indignados por el proceso de empobrecimiento que estamos experimentando desde hace ya más tiempo de lo que parece. Aunque este resulte un tanto amorfo, podríamos estar, provisionalmente, ante lo que se denominó en el pasado un "sujeto histórico".

Lo más relevante es que, desde la Puerta del Sol a Wall Street, teniendo bien en cuenta la plaza griega Syntagma, pero sin olvidar los gritos de las clases medias y populares de las sociedades árabes, se está asistiendo a un proceso de construcción social, colectiva, de quiénes son los principales responsables de la crisis económica y financiera, una Gran Recesión que ya se ha convertido en un estado normal en la vida de los ciudadanos.
Esta nueva atribución de responsabilidades viene por fuerza relacionada con el aumento de lo que podríamos denominar la frontera de posibilidades de información, propiciado por la actual era de las comunicaciones: si la etapa televisivo-cinematográfica, en la que la imposición de la imagen en movimiento dejaba escaso margen para la duda y la imaginación, nos ofreció los peores peligros externos –comunistas, marxistas, islamistas o terroristas de distintos tipos–, la proliferación de innumerables canales y redes para compartir informaciones amenaza a los previsibles discursos dictados desde los aparatos de vigilancia del poder. De esta forma, frente a la proyección pública de un cierto renacimiento de los nacionalismos europeos (los griegos y los españoles son vagos, los alemanes, holandeses y finlandeses, ahorrativos y honrados...), nos encontramos con que la mayoría de los protestatarios considera que el mundo de las finanzas tiene un excesivo poder, que los estados están demasiado sometidos a la banca privada y que, en definitiva, las decisiones que más afectan a pie de calle no tienen precisamente su origen en organismos elegidos por los ciudadanos que tienen que sufrir sus consecuencias.
Esta iniciada fase de transformación de las formas de pensar proviene de un cierto proceso de cualificación obligatoria: el endurecimiento de las condiciones de vida choca con el nivel de formación de muchos de los afectados que, ayudados por las nuevas tecnologías informativas, han conseguido relacionar aquello que veían tan lejano –los mercados de acciones, las instituciones comunitarias, los fondos especulativos– con lo que les afecta en su vida cotidiana –precios, nivel de desempleo, deterioro de las infraestructuras, necesidad de emigrar, etcétera–.
Con este punto de partida, las manifestaciones que este sábado tienen lugar constituyen una oportunidad de globalizar aún más la protesta: la ciudadanía, con la puesta en común global de los culpables y de posibles soluciones a los problemas, aspira a recortar cierto terreno a los flujos financieros, a las multinacionales y a los poderes que llevan extendiendo mundialmente sus tentáculos desde finales de los años setenta e incluso desde antes. El sujeto concienciado y en cierto modo deslocalizado se convierte en un elemento enormemente peligroso para un sistema mundial que requerirá de grandes cambios para adaptarse a estas reacciones.
Huelga decir que queda mucho por hacer, pero que quizá se divisa uno de los mejores caminos a seguir: si ha sido un acto de información, de reflexión sobre las posibles verdaderas causas de nuestros problemas, lo que ha llevado a las plazas y a las acampadas, no es demasiado temerario afirmar que este tipo de ejercicios constituya la mejor senda para el éxito de este proceso que, según el curso que tome, podría ser revolucionario. No es un camino precisamente fácil de recorrer. Queda pendiente, en este sentido, plantearse si la banca y los gobiernos han sido los únicos causantes o, al mismo tiempo, representan también las consecuencias de una dinámica social de la que hemos participado todos: el consumo
desaforado proyectado en el crédito barato, la ansiedad por asegurar nuestras propiedades, la competitividad a toda costa, el miedo a lo desconocido, etcétera. A todos estos demonios les ha correspondido un conjunto de entidades de servicios privados que ha hecho de los últimos años una auténtica era dorada de los negocios. Por ello, el cambio global exige una reflexión sobre lo que el individuo ha de cambiar para que el sistema resultante sea bien distinto.
Hoy es un día para continuar con una experiencia que requiere de esfuerzos colectivos, individuales y comunicativos de todo tipo. La ciudadanía aspira a poner la sociedad de la información de su lado y a saber qué está pasando realmente. Profundizar en los problemas que sufrimos trae consigo reconocer la descomunal tarea de solucionarlos. Los estudiosos de la Escuela de Fráncfort, en los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, ya consideraron prostituido el proyecto humanista e ilustrado de la modernidad. Hemos perdido 50 años más desde entonces. De la humildad, el trabajo y la acción individual y conjunta depende que se ponga una primera o una segunda piedra en el camino.

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