Dominio público

El tiempo de la precariedad, la precariedad del tiempo

Jorge Moruno

Sociólogo y autor del blog larevueltadelasneuronas.com

Jorge Moruno
Sociólogo y autor del blog larevueltadelasneuronas.com

La precariedad no es el rasgo que describe a una nueva clase, no representa la mácula que arrastra un porcentaje de la población claramente delimitado mientras el resto queda protegido de su extensión. La precariedad se convierte en cambio, en la condición de partida de la fuerza de trabajo contemporánea: incertidumbre, desarraigo, falta de expectativas, degradación de los derechos laborales, disminución del poder de negociación del trabajo. Son los efectos de una sociedad que produce en red a través de la cooperación social, pero cuyos frutos son traducidos al lenguaje de su contrario, la propiedad privada. Incluso los segmentos del trabajo que mejor posicionados están, viven sometidos a la actualización permanente de sus capacidades que lo hacen ser empleable, porque la experiencia se convierte en un lastre rígido que acumula saberes pasados, caducos y lo que demanda el capitalismo es adaptación cínica y dúctil a nuevas exigencias competitivas. Esta realidad es incompatible con un imaginario y unas expectativas colectivas que confíen en la posibilidad de recuperar los índices de empleo que se vivían antes de madurar la crisis. Se intenta de esta manera, ubicar nuestra percepción de la salida de la crisis en el mismo punto de partida que nos condujo irremediablemente hasta ella. La precariedad ya se extendía como una mancha de aceite gracias y no a pesar del boom especulativo y la expansión del crédito, pero ahora con la deuda, se proyecta definitivamente como realidad extensiva e intensiva a todos lo niveles.

Hablamos de la crisis del empleo como pieza vertebradora de las sociedades europeas, que en mayor o menor grado, con más o menos instituciones que mitiguen el impacto, parece que el empleo está destinado a perder su papel como agente fundacional de las constituciones salidas de la II Guerra Mundial y en nuestro caso concreto, tras la muerte del dictador Franco. Por lo tanto, la crisis del trabajo es la crisis de todo un edificio que durante las últimas décadas ha sido apuntalado con la madera podrida del crédito y que finalmente instaura la relación entre el acreedor propietario y el deudor expropiado como una norma de gobierno. Sea empleado, desempleado, falso autónomo o dueño de un pequeño negocio, se cumpla el rol de consumidor, o sea un estudiante, la economía de la deuda impone su margen de acción: la promesa del pago, la suspensión del tiempo democrático. Hablar de crisis de la sociedad salarial no quiere decir que impida la existencia de la relación salarial, sino que hace referencia al modelo que regulaba como un órgano un modo específico de producción acorde a un modo de consumo, donde el Estado coordinaba la producción y aseguraba el acceso al consumo con la finalidad de optimizar un patrón de acumulación sustentado en el empleo como piedra angular.

Vivimos en el tiempo de la precariedad, pero sobre todo se puede afirmar que moramos una época dominada por la precariedad del tiempo. En el siglo XIX los trabajadores intermitentes que estaban entrando al creciente mercado laboral, vivían al margen cuando salían de la fábrica porque perduraban fuertes vínculos con el mundo rural, lugar donde todavía mantenían parte de su consumo fuera del círculo del salarial. Uno de los grandes problemas que en su momento tenía que enfrentar la acumulación capitalista, era la necesidad de disciplinar el rechazo a la fábrica de todos esos intermitentes, de administrarlos y fijarlos en los territorios que se levantaban alrededor de los enclaves industriales. Su precariedad pertenecía a otro tiempo, aquel donde la vida se resistía a separarse del trabajo, a que sucediera lo que en Inglaterra ya venía ocurriendo y que el historiador E. P Thompson describe cómo la modificación de nuestro tiempo interno, anunciando el tránsito de un trabajo regido por la orientación de las tareas -task orientation-, al tiempo gestionado por el cronómetro: el tiempo deja de pasar, ahora se gasta, se contabiliza y se gestiona racionalmente. El pauperismo fue la consecuencia social de este pasaje desgarrador a la sociedad industrial. Esos intermitentes entraban a un mundo que empezaba a gobernarse bajo el paraguas del salario, en cambio, la precariedad contemporánea afirma su tendencia usando la lógica del perro del hortelano que expulsa a la población, pero la deja huérfana de cualquier medio que se ubique fuera de la reproducción capitalista. Nos convertimos en empresarios de nuestro tiempo precario fundiendo en una sola figura, lo que antes eran claramente dos bien distanciadas: emprecario, propietarios de la gestión de nuestras capacidades siempre precarias.

La precariedad del tiempo significa que el tiempo cronométrico está capturado por la promesa que el deudor tiene con su acreedor, pero también lo está el tiempo cualitativo, el tiempo como disfrute y decisión que al desaparecer, lo hace también la posibilidad de ejercer la democracia. Bajo la economía de la deuda, la precariedad exige siempre dedicar más tiempo para pagar el tiempo prestado por quien se apropia de tu tiempo. Entramos entonces en una eterna espiral infernal que siempre acaba reforzando su deuda, deuda, que no es otra cosa que tiempo presente empeñado para sobrevivir al futuro, porque con lo que se alcanza a obtener hoy no es suficiente para sobrevivir mañana. Despojados de la posibilidad de acción bajo el gobierno de la deuda, la precariedad se erige como soberana del tiempo, lo que indica, la anulación de la posibilidad política. La política se define en gran medida por la distribución y el dominio del tiempo, por la manera de repartir las propiedades –el tiempo es una fundamental-, entre las partes que conforman la sociedad. La manera de repartir ese recurso común entre las distintas partes define la existencia de la democracia. Cuanto menos tiempo queda para decidir, menos puede decidir políticamente sobre el uso de su tiempo quienes se ven expropiados del mismo. Hoy, cuando el tiempo de la vida se reproduce bajo el manto de la empresa hecha mundo, la precariedad y el riesgo se perfilan como las cualidades de una fuerza de trabajo que nada entre el empuje a la adaptación constante y el miedo a no lograr ser empleable y valorizable.

El empleo ya no sirve para vivir, ahora se vive para servir en una época donde todo cambia, pero el empleo se sigue pensando en los mismos términos que en el pasado a sabiendas de que ya no encaja en el presente, generando lo que actualmente observamos como un efecto embudo. A través de esa anticuada forma de pensar la producción, se aleja cada vez más  la posibilidad de acceder a los medios de empleo necesarios para lograr alcanzar los medios vitales de subsistencia. En este horizonte que se nos presenta, el emprecario y el emprendeudor es la figura laboral refinada en los inicios del siglo XXI. Encontrar los hilos idóneos para tejer un nuevo tapiz laboral que consiga superar a la sociedad del empleo garantizando bienestar a la población, precisa de un radical cambio de perspectiva y prioridades en nuestros sueños y deseo colectivo. De lo contrario, nunca desearemos cambiar y seguiremos insistiendo en buscar salidas que no existirán nunca más. Hay que democratizar el derecho al tiempo, no tenemos tiempo que perder.

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