Dominio público

La democracia: ¿mito o realidad?

Carlos París

CARLOS PARÍS

El triunfo de Barack Obama ha alegrado, en gran parte del planeta, más allá de las fronteras de los EEUU, a los hombres y mujeres deseosos de un mundo más justo. Y no sólo por el resultado electoral, sino por las características de la campaña con una movilización fervorosa poco frecuente en estos procesos. Pero tal alegría no debería impedirnos reflexiones críticas sobre la realidad que vivimos y de la cual los recientes comicios son una expresión digna de análisis. Enjuiciemos no el personaje, sino el procedimiento a través del cual ha sido elegido.

En primer lugar, el mismo impacto universal de estas elecciones, los anhelos y preocupaciones que a él se asocian, leído objetivamente, no deja de ser revelador del injusto mundo en que vivimos. En una humanidad que alcanza los seis mil millones de habitantes sobre la tierra, 79 millones, la cifra de los votantes de Obama, arrastran tras sí las esperanzas y el futuro no sólo de sus compatriotas, sino de todo el colectivo humano. Y no por mera solidaridad, sino en razón del propio interés. No parece, entonces, que los hombres –y las mujeres, añadamos– nazcan "libres e iguales", como pretenden las declaraciones de derechos humanos. Un voto de un ciudadano estadounidense cuenta mucho más en la inmediata historia que el voto de un boliviano, de un español o de un francés. Como la vida de un ciudadano de tal país cuenta también mucho más que la de un iraquí, un afgano o un periodista español, como Couso. Desgraciadamente, estamos tan hechos a esta realidad y tan poco imbuidos de la idea de una democracia universal que, quizá, a más de un lector le parezca natural esta desigualdad entre poderosos y menos potentes. Y, sin embargo, se escandaliza cuando se tacha de imperialista a la política de los EEUU. Un imperialismo, que esperemos, Obama suavice.

Que no existe un orden internacional democrático es un hecho obvio. Basta con observar la composición del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas en el cual una minoría de países constituye el núcleo permanente, por añadidura con derecho a veto, mientras los restantes miembros de la organización se turnan en los sillones libres. Y, en el terreno económico, la OMC, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional guían sus políticas con arreglo a los intereses de las grandes empresas.

Si la democracia en el orden internacional es una ficción, ¿qué diremos de su funcionamiento en el interior de los distintos países? De los 190 Estados que hoy existen en el mundo, más de cien se definen como democracias. Pero hay que preguntarse por el contenido real de esta pretensión. ¿Qué se entiende por democracia? Según la famosa definición de Abraham Lincoln, la democracia es "el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo". Pero, si contemplamos la realidad, precisamente la de los países avanzados que se glorian de representar tal ideal de funcionamiento político, habría que afirmar que la democracia es de hecho "el gobierno del dinero, por el dinero y para el dinero".

¿El gobierno, entonces, sobre los humanos, de una realidad impersonal? Como el dinero es mera, aunque muy importante, realidad material, quizá el amigo lector propondría corregir el enunciado y afirmar que la democracia es el gobierno de los que poseen y controlan el dinero, lo dirigen y se convierten en los beneficiarios de la pseudemocracia para conservarlo y aumentarlo. Sin embargo, no estaría de más recordar la teoría del "fetichismo de la mercancía" desarrollada por Marx, ahora que, a la vista de la crisis, salen de la tumba sus escritos, que se quisieron sepultar y ahora son reeditados y afanosamente vendidos. Y ¿qué mercancía más importante que el dinero, en tiempos en que el capitalismo, ha sacrificado su función productiva para dedicarse a la especulación?

El dinero es el gran dictador que se impone a los seres humanos y arrastra sus vidas en los países capitalistas avanzados. Tal como escribió Erich Fromm, ya a mediados del pasado siglo: el ser humano ha perdido el dominio de sí mismo. Ha hecho un becerro de oro y dice: ‘Estos son vuestros dioses’" .

Ha comentado MacPherson los temores de los poderosos ante el sufragio universal, pensando que el voto de las masas podía despojarles de su dominio, para observar el modo en que tal terror se aminoró al comprobar cómo los partidos políticos, en su afán de ganar votos, diluían los intereses de clase. Se desarrolla así una tendencia hacia el disputado centro. "La noche –en que, como se ha dicho respecto al sistema de Shelling– todos los gatos son pardos". Y, añadamos, incapaces de arañar a los fuertes. Pero un mecanismo aún más importante que el electoralismo ha venido dado por la mercantilización, por el dominio del dinero sobre la política. En las recientes elecciones estadounidenses se han gastado entre los dos contendientes cinco mil doscientos millones de dólares. El acceso como candidato a la contienda electoral no es posible sin el respaldo de unas poderosas arcas.  Y tal exigencia de potencialidad económica se extiende, mas allá de la aspiración a la presidencia, también a la Cámara de Representantes o al Senado, e incluso a puestos como la judicatura, según ha novelado críticamente Grisham. Sólo así se explica que en un país de tan demográficamente alta como variada población, los electores se encuentren ante la encogida posibilidad de elegir sólo entre dos figuras, y cuya función será gestionar los intereses capitalistas. Como muchas veces le he oído a Saramago, los actuales gobiernos no son sino los "comisarios políticos de las grandes empresas".

Carlos París es filósofo y escritor

Ilustración de Patrick Thomas 

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