Ecologismo de emergencia

La Antártida y el virus del deshielo

Rosa M. Tristán

Si hay un lugar en la Tierra donde escasean los virus es la Antártida. Pero hay un  único ‘virus’ que está ‘infectando’ con su impacto directo e indirecto su inmenso territorio: el ser humano. A más de 14.000 kilómetros de distancia de nuestras pequeñas fronteras, vivimos prácticamente ajenos a lo que allí acontece, pero el ‘contagio’ del cambio climático ha llegado al sur y el diagnóstico científico no puede ser más preocupante. No sólo no estamos frenando el ‘efecto invernadero’ que genera la contaminación atmosférica, sino que aumenta. Sólo una crisis como la de la pandemia actual parece que lo está frenando, pero ¿realmente hay que llegar a esto para que revertir la situación del planeta?

En todo caso, la ONU lo ha dicho alto y claro: no nos olvidemos de la crisis climática por la crisis del coronavirus. Y si hay un lugar donde impresiona es en la Antártida. Su deshielo y un cambio en las frías corrientes que nos llegan del sur pueden dar lugar a una sequía intensa o a lluvias torrenciales a miles de kilómetros porque es un regulador del clima planetario. Sin sus hielos, los océanos podrían cubrir hasta 60 metros más nuestras costas. No lo olvidemos.

Después de haber pisado hace escasos días los glaciares antárticos, caminado sus cerros, recorrido su costa y sus volcanes, regreso tan maravillada de sus paisajes y su vida salvaje como desolada por haber vivido eventos de temperaturas extremas que pensaba inimaginables en el continente de hielo. Y es que entre los pasados días 9 y 10 de febrero un inusitado calor hizo subir los termómetros hasta los 20ºC registrados en una base científica argentina (si bien son datos aún pendientes de verificación oficial). 

Al mismo tiempo, en las dos bases españolas, también hubo en esos días temperaturas de 12,3º y 13,1º, los máximos de un verano austral que Aemet reconoce que ha sido récord de calor. Como testigo de ello, puedo reconocer mi sorpresa cuando los días 8 y 9 del mes pasado viajaba a la Antártida a bordo del Hespérides y el temible Mar de Hoces (o Drake), lejos de tempestades o, al menos, un aire gélido, me recibía en la cubierta con sol y una ligera brisa que nos permitía estar muy desabrigados. Bien es verdad que el comandante del buque buscó las fechas de mejor meteorología para cruzar, pero también que él mismo me reconocía que había tenido "un viaje fuera de lo normal".

La sensación de que los hielos del sur están en peligro no dejó de acompañarme en muchas jornadas de ese largo mes polar que he pasado en islas de la Península Antártica, el lugar donde más impacto está teniendo el calentamiento global. Era verano, si, pero final del verano y ningún día, durante las horas de luz, hubo una temperatura bajo cero. En la Isla Livingston, donde está la base Juan Carlos I, la Aemet detectó una temperatura media de enero y febrero de 3.5 °C, lo que es 1,3ºC más respecto a la media de los últimos 15 años. El segundo verano más cálido desde que tienen registros, tan sólo superado en 2006, con 3.9 °C . Tampoco desde 1994 tenían un día similar y de ello hace ya 26 años.

Reconozco que la frecuencia con la que, desde el día de mi llegada, escuchaba derrumbarse grandes bloques de hielo de los glaciares más cercanos a esta base, será para siempre el sonido del cambio climático. Luego, los veía desmenuzados por la costa, en mil y una esculturas en hielo que se llevaban las mareas.

Esas mismas jornadas, desde la Base Gabriel de Castilla, en Isla Decepción, que en los días claros se veía desde lo alto de Livingston, nos llegaban noticias de su propio récord: 13,ºC . Hoy sabemos que la temperatura media de toda la campaña ha sido allí de 4,8ºC. De hecho, la imagen de una Antártida blanca en ambos lugares apenas es un fugaz recuerdo en mi aventura polar pues la capa blanca apenas duraba el tiempo suficiente para hacer unas pocas fotos... Y desaparecía.

Los científicos que he conocido estas semanas, siempre cautos, me dejaron claro que esos registros récord eran datos puntuales, que por si solos no indican cambio climático porque se requieren series a largo plazo. Cierto. Pero son muchas las que hay ya. Y las noticias no son buenas. Los que llevan muchas campañas polares a sus espaldas reconocían que este 2020 era ‘año excepcionalmente cálido’ y los glaciólogos me mostraban cómo habían disminuido el hielo en los dos últimos años en los glaciares que llevan décadas monitoreando. El avance registrado años atrás parece historia. 

De hecho, para verlo con mis propios ojos, les acompañé a la parte superior de uno de estos inmensos ríos de hielo, calzada con raquetas: no había nieve suficiente para ir en motos, como otros años en las mismas fecha. Es evidente que si  ahí no cae mucha nieve, no habrá más hielo en el futuro. Porque después, en mis recorridos por la costa a la que llega este mismo glaciar, me paralizaba ver los miles de ‘grifos’ abiertos sobre un mar que se va llenando, inexorablemente. El agua no paraba de fluir del frente en esos días.

El PNAS ya nos ha contado que los glaciares de la Tierra, en sólo 50 años, ha perdido 9.6 billones de toneladas de hielo, aumentando el nivel de los océanos unos 27 milímetros. Estos días nos cuentan que sólo el deshielo de Groenlandia en 2019 subió ese nivel 2,2 mm en un año, más de 600.000 millones toneladas perdidas. 

Si alguna lección tenemos que aprender estos días es que tenemos más de un virus que frenar. Y nuestro impacto es uno de ellos.

 

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