Ecologismo de emergencia

Mamá, ¿somos pobres?

Eva García Sempere

En mi casa, desde que recuerdo, hemos rellenado con un poco de agua el dispensador de jabón para aprovechar el poquito que quedaba al fondo cuando se está acabando.

También recuerdo de siempre la cocina de sobras, los días de comer "de lo que iba quedando poco en la nevera", y de reciclar platos. Reutilizar botes de cristal, darles cien usos a la ropa y las sábanas antes de tirarlas o aprovechar partes de las verduras que apenas nadie se comía.

Supongo que crecer con tu abuela contando cómo, al quedarse sola después de la guerra, tuvo que ir cambiando sus cosas por comida hasta que sólo le quedaron unos zapatos de charol que cambió por chocolate, marca bastante las prioridades y la necesidad de aprovechar las cosas. Por eso mismo creo que el sentido de optimizar los recursos en mi familia no se debe a un innato sentido ecologista sino a afán de supervivencia.

Pero lo cierto es que se sigue haciendo. Aunque las siguientes generaciones sí le damos un sentido decrecentista en el uso de recursos, con clara vocación de aportar en la lucha contra el cambio climático y disminución de uso de recursos ambientales.

Por eso cuando mi hija, en esta pandemia en que era más habitual que me viera haciendo cosas por imperativo del confinamiento, me preguntó si éramos pobres por rellenar el dispensador con un poco de agua, me saltaron varias alarmas.

No creo que las políticas que fían todo a la iniciativa individual sean demasiado útiles. Volcar toda la responsabilidad de la lucha ambiental en las personas consumidoras es una manera exquisita que tienen las grandes empresas y los gobiernos afines a ellas para no asumir su propia responsabilidad impulsando los cambios legislativos necesarios y, por tanto, también los cambios en los sistemas productivos y de consumo necesarios para reducir el impacto ecológico. Sin embargo, tampoco conseguiremos el respaldo social necesario para poner en marcha todas las medidas necesarias mientras se mantenga la cultura del despilfarro como símbolo de estatus social, y la cultura de la austeridad y del disfrute de los bienes y servicios frente a la propiedad de estos sea vista como "de pobres". Por tanto, acompañar las medidas políticas de una verdadera batalla cultural es indispensable.

Es curioso cómo estos días hemos visto, al calor de las noticias del drama del cierre de Alcoa o Nissan, que algunos aprovechaban para cargar contra el movimiento ecologista que pide un cambio de modelo productivo y la apuesta por una reindustrialización verde y social, como si estos cierres, al igual que en su momento la Naval, la siderurgia, etc., fueran fruto de algo distinto que el afán de lucrarse de algunas industrias y de decisiones políticas que nos llevaron a ser la verbena de sol de playa del sur de Europa. Hace años que el movimiento del ecologismo social demanda medidas eficaces para que proteger el empleo: no, no nos alegramos cuando anuncian cierres de fábricas o minas y miles de trabajadores quedan en la calle.

Demandamos que el tejido industrial asuma los cambios que ha de hacer para garantizar la protección del medio ambiente, aunque eso implique inversión económica y menores beneficios a repartir entre los consejeros, o implique modificaciones en la cadena productiva para adaptarse a las demandas actuales. Y sabemos, bien lo sabemos, que el gran miedo a la tan denostada "reconversión industrial" estriba en que ha sido mentira. Ha significado tradicionalmente miles de empleos perdidos, territorios devastados y vaciados y el impulso a sectores de bajo valor añadido, con alta precariedad y temporalidad en el empleo, sin apenas derechos.

Y es una realidad que los empleos del sector industrial, altamente sindicalizado, son empleos con más derechos, mejor remunerados y más estables (en términos generales) que aquellos correspondientes al tercer sector, e incluso al sector de las energías renovables.

Pero nuestra lucha va precisamente en esa línea: impulso desde las instituciones al cambio de modelo productivo y de relaciones laborales para una transición justa en lo ambiental y en lo social. De intervenir en la planificación industrial no para cerrar empresas, sino para garantizar una producción sostenible en términos ambientales y sociales. Es una obviedad que apostamos por disminuir el número de vehículos privados. Pero es igualmente obvio que reclamamos un aumento del transporte colectivo y, por tanto, se hace necesaria una industria que lo permita, así como numerosos empleos en mantenimiento e industria auxiliar.

Es una obviedad que queremos disminuir el consumo de insumos (plásticos desechables, productos de escasa durabilidad, etc.) y elevar el consumo de calidad, así como impulsar y extender redes de economía colaborativa que permitan compartir bienes y servicios sin que ello signifique tener la propiedad de los mismos. Y por ello planteamos que hay que producir menos.

Pero se equivocan mucho quienes ven en esta posición un ataque a los empleos. Es un ataque a los beneficios industriales que se hacen a costa de nuestros recursos y nuestros cuerpos; es proponer que se redistribuya la riqueza y las horas de trabajo, para garantizar una vida digna trabajando menos, mucho menos, para trabajar todas. Es un ataque en toda regla a un sistema que produce sin parar, comprometiendo nuestro futuro, para vendernos necesidades que no teníamos envueltas en un móvil de última generación.

Todo esto significan políticas públicas que han de ser sostenidas y apoyadas por la sociedad. Y ahí es cuando vuelvo al principio: necesitamos una revolución cultural que permita poner en marcha estas medidas.

No basta, aunque es condición sine qua non, tener una red de transporte colectivo de calidad y que garantice la accesibilidad en horarios y espacios. Es importante también cambiar la mentalidad individualista de que "es necesario tener un coche".

Tampoco bastan políticas contra la obsolescencia programada, si no cambiamos la creencia de que tener la última versión de (ponga aquí el dispositivo electrónico de elección) es símbolo de estatus social.

En resumen, poner en pie una sociedad que piensa distinto y consume distinto para que todas, las que están aquí y allí, ahora y mañana, podrán tener acceso a una vida digna con las necesidades cubiertas.

Y para este reto global que tenemos frente a nosotras, será indispensable la unidad de quienes pensamos que es posible construir otra sociedad: la construcción de una hegemonía cultural, en el sentido más gramsciano del término, será imposible sin el concurso y la alianza entre los sectores productivos, el sindicalismo de clase, el feminismo y el movimiento ecologista.

 

 

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