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Educación e investigación: de dónde venimos, dónde estamos, ¿a dónde vamos?


Ignacio Mártil

Catedrático de Electrónica en la Universidad Complutense de Madrid

España ha tenido la lamentable fama de ser un país sin apenas investigadores, sin personas capaces de innovar y de poner en el mercado productos que sean pioneros en su campo y que, por consiguiente, constituyan un aporte a la economía nacional. Para tratar de entender esta situación, tradicionalmente se invoca la existencia de un sistema de enseñanza poco competitivo y mal financiado y un quehacer científico escaso o inexistente, en medio de la indiferencia social.

No faltan razones y datos que avalen esas afirmaciones. De hecho, en las ocasiones en las que ha aparecido algún pionero, un adelantado a su tiempo -que los ha habido y bien ilustres, por cierto-, el pago que recibió fue en general cicatero, por decirlo suavemente. Ilustro lo que acabo de decir con un ejemplo: Blasco de Garay (1500-1552) fue marino, capitán en la armada española y sobre todo, uno más de los inventores que pusieron su talento al servicio de la Corona, siendo autor de diversos ingenios navales. Uno de ellos fue el diseño de un barco movido por ruedas de palas destinado a solventar los problemas que las limitaciones de las velas imponían al movimiento cuando el viento no soplaba a favor. Es decir, un artilugio precursor de los que se generalizaron 300 años después por los mares del mundo. Demostró la viabilidad de su invención pero, como suele ocurrir con buena parte de los adelantados a su época, en especial en éste país, ni hizo fortuna con ella ("común cosa es los pobres ser ingeniosos", que decía don Blasco), ni la acogida de la misma fue la más deseable para sus intereses. En 1539 escribió una carta a Francisco Eraso, secretario personal del Emperador Carlos I. El tono y su contenido no tienen desperdicio. He aquí un extracto:

"Y porque sin comer no se puede hacer cosa, escribo a Su Merced la necesidad que tengo de que me provean de algo para gustar, porque juro a Nuestro Señor que es la mayor que tuve ni sentí desde que nací, tanto que hoy doy la espada a vender para comer...la necesidad es ya tanta, que me quita el entendimiento de lo que hago el pensamiento de comer, que es el más triste pensamiento que yo probé jamás" (1)

En las últimas décadas, esta situación, que ha sido una constante en el triste panorama del desempeño de la ciencia y de los científicos en España, parecía haber cambiado. Entre 1980 y 2008, se multiplicaron por bastante más de diez los recursos destinados a educación e investigación, y pasamos de ser un país irrelevante en el mundo científico a ser verdaderamente destacable en disciplinas y especialidades tales como la química, la biología, la tecnología aeroespacial, la física de altas energías, etc.; todo ello, de la mano de buenos científicos formados principalmente en las universidades públicas y financiados en gran medida con los Presupuestos Generales del Estado.

En los años posteriores a los fastos del 92, que tanta gloria deportiva nos brindaron y que parecieron darnos la bienvenida al ¿selecto? club de los nuevos ricos, la evolución de la productividad científica, de la relevancia de la misma, del número de patentes, etc. fue realmente alentadora. La lectura de un artículo publicado el año pasado, escrito por un grupo de investigadores de prestigio, permite comprobar con datos contrastados que durante los últimos veinte años se han utilizado bien los recursos destinados al sistema de I+D+i, es decir, que el problema que ha aquejado desde entonces a ese sistema no estriba en los resultados que se obtienen con la inversión, sino en la falta de recursos destinados a obtenerlos, es decir, en la escasez de la misma.

Y hay que señalar que todo este esfuerzo no ha sido en absoluto estéril, porque aunque España siga siendo un país que vende principalmente sol, playa, tapas y paella, también hay personas e industrias capaces de idear, producir y vender artículos y productos que tienen mayor valor añadido, buena parte de los cuales se han ideado y desarrollado gracias al buen aprovechamiento de los recursos invertidos en el sistema público de I+D, englobando en él a las universidades y los centros públicos de investigación.

Pero llegó la crisis. Y los que gobernaban en los comienzos y los que gobiernan ahora, tuvieron la brillante idea de meter la tijera con alevosía y hasta entusiasmo. No es mi intención marear al lector con cifras y datos, de manera que aportaré sólo una imagen, por aquello de que dicen que vale más que mil palabras. En la siguiente gráfica, se puede comprobar cómo ha evolucionado el gasto en educación (englobando todas las partidas, es decir enseñanza no universitaria y universitaria) desde 1994 expresado como porcentaje del PIB:

grafico-ministerio-educacion-cultura-deporte

Alguien podrá decir que los recortes vinieron impuestos por los pérfidos germanos, esos bárbaros nórdicos que quieren asfixiar a nuestro país. No dudo que algo de verdad haya, pero los supuestos bárbaros, que han estado gobernados durante todos estos años por una señora que se declara entusiasta de esas políticas, ¿han actuado igual que nosotros? ¿Han metido la tijera en su sistema de enseñanza?: No.

Alemania dedica alrededor del 6% de su PIB al sistema educativo. Si se analiza esa cifra en países lejanos, como Suecia, Noruega o Dinamarca, se encuentran valores en el entorno del 9%. Y si se miran otras tierras más cercanas, como Bélgica, Suiza o Francia, en todos los casos las cifras están en el margen del 6 al 8%. Fruto de una tradición no tan antigua como algunos piensan, los países mencionados tienen anclado en el inconsciente colectivo y en el más consciente de sus gobiernos, sean del color que sean, que los recortes en educación y en los sistemas públicos de I+D son equivalentes a hacerse trampas en el solitario, que es una de las mayores demostraciones de la estupidez humana. Con razón ya advertía Voltaire que la estupidez es una enfermedad asombrosa, pues no la sufre el paciente, sino quienes le rodean.

¿Cuál es la conclusión sucinta que se puede extraer de todo lo expuesto? Que si no queremos repetir las famélicas vivencias de Blasco de Garay -y de tantos otros-,  sería recomendable pensarse dos veces dónde y cómo aplicar la tijera. Voces mucho más autorizadas que la mía en éstas lides lo han repetido en éstas mismas páginas hasta la saciedad: nunca seremos tan competitivos como Marruecos o Tailandia -por ejemplo-porque, dadas las condiciones de vida y de los mercados laborales que imperan por allí, siempre habrá ciudadanos marroquíes o tailandeses dispuestos a fabricar los bienes que los consumidores de países como el nuestro demanden, por unos salarios incomparablemente más bajos que los que manejamos por estas latitudes -¡que ya es decir!-, para desgracia de los nacionales de allí y tangencialmente, de los de aquí.

Tal vez piense usted que en éste artículo he mezclado agua con aceite, que educación e investigación son cosas diferentes. Lo que pretendo sostener aquí es justo lo contrario: es imposible hablar de la una y de la otra como si fueran dos ámbitos separados y estancos. Son dos patas de un taburete que para sostenerse necesita, al menos, de otras dos; la tercera: el tejido productivo que aprovecha los logros del sistema y finalmente la cuarta, más difícil de cuantificar que las anteriores pero tan importante como ellas: el grado de madurez, responsabilidad social y autonomía personal que tal sistema permite alcanzar a los individuos de la sociedad en la que se han educado.

Los países con buenos sistemas educativos y con suficientes recursos destinados a las instituciones donde se origina el conocimiento albergan por lo general una ciudadanía más satisfecha con lo que es, con la actividad que desempeña y, algo esencial, optimista ante el porvenir de sus descendientes. Seguro que si el lector tiene hijos cuyas edades se sitúan entre la veintena y la treintena comparte esta reflexión.

España levantará cabeza sólo si invierte en ingenio y saber científico y los pone al servicio de la mejora de su sistema productivo. Los datos que aportan a este debate tanto el que esto escribe como muchos otros, permiten pensar que es posible lograrlo, siempre y cuando tengamos gobernantes con una visión que vaya más allá de los cuatro años de turno.

Finalmente, no olvide usted que hay una ecuación que casi nunca falla: más educación = más democracia. Por cierto, ¿se ha percatado de que en los informes internacionales PISA, obtenemos muy malas calificaciones en matemáticas?

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(1) Nicolás García Tapia "Patentes de invención españolas en el siglo de oro", Oficina española de patentes y marcas. Ministerio de Industria y Energía, 1994, pg. 16

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