EconoNuestra

Fútbol de gladiadores, velocistas y malestar social   

José Antonio Nieto Solís
Profesor titular de Economía Aplicada en la UCM, miembro de econoNuestra

Este mundial dejará para la historia algunas lecciones futbolísticas y muchos ejemplos de antifútbol. También se recordará por las protestas de los brasileños para hacer más visible su malestar social, pese al velo mediático y la aparente ausencia de conflictos que suelen acompañar a los acontecimientos deportivos de masas. Ojalá la victoria de Alemania evite la involución hacia el fútbol defensivo, donde lo más importante es no dejar jugar al rival. Y ojalá el ejemplo brasileño sirva para que otros pueblos no olviden sus reivindicaciones sociales cuando empieza a rodar el balón. Pero... especulemos primero con lo estrictamente deportivo.

Para empezar, no es extraño que el tiqui-taca (español) haya claudicado ante un nuevo tipo de fútbol. Aunque La Roja ha conquistado éxitos muy merecidos, su fútbol de toque podría quedar en el olvido durante un tiempo, si no lo remedia el ejemplo alemán. Con la excepción del juego bonito y efectivo del nuevo campeón, en Brasil ha asomado la cabeza un estilo futbolístico aparentemente renovado, aunque en el fondo nada tiene de nuevo. Por lo general, han triunfado los jugadores de gran fortaleza física, velocidad endiablada y férrea disciplina táctica. Se han impuesto los equipos que trabajan juntos para contener al rival y lanzarse al ataque apenas un instante después. Y en ese sistema solo tienen cabida los bajitos y debiluchos si están dotados de una técnica prodigiosa. Ese es el caso de muchos jugadores españoles, pero quizá su número es tan elevado que ha sido imposible sostener con ellos a todo un equipo. Más aún en las adversas condiciones del trópico brasileño. El problema es que en España no abundan los gladiadores ni los velocistas, por lo que será difícil recomponer la selección para adaptarla a otro estilo de juego. Enhorabuena a Alemania, que ha conseguido jugar muy bien, ganar siendo el mejor, y demostrar que la inteligencia futbolística no consiste solo en defenderse bien.

El delantero centro es el ejemplo más claro de la moda futbolística que está imponiendo, antes incluso de este mundial. El primer atacante ha de estar siempre dispuesto al desgaste máximo, a bloquear la salida del contrario, a batirse en cada salto por los balones divididos, a abrirse a las bandas para crear espacios, y por supuesto a marcar goles. En España escasean ese tipo de jugadores. Para colmo, parece que se imponen bloques defensivos cada vez más poblados, incluso con tres fornidos centrales y dos laterales gacelas que se desdoblan una y otra vez para suplir la ausencia de extremos. Con ese planteamiento, el centro del campo tiende a convertirse más en la segunda línea defensiva que una avanzadilla para preparar con arte y parsimonia el ataque al portero contrario, como puso de moda España. No es que el tiqui-taca haya muerto; es sencillamente que ha sido superado por tres circunstancias: primera, los rivales lo combaten con presión arriba, en lugar de esperar atrás con la defensa cerrada; segunda, los jugadores del equipo contrario están cada vez mejor dotados técnicamente, por lo que también pueden tocar y tocar si las fuerzas lo permiten, la coyuntura lo aconseja o el rival se derrumba; y tercera y definitiva, algunos equipos, como Alemania, parecen haber aprendido y mejorado el modelo. Ojalá eso sirva para que no triunfe el antifútbol que con tanta frecuencia nos aburre hasta la saciedad.

Puestos a jugar a la defensiva y a no dejar jugar, casi nadie duda en interrumpir el partido con faltas al límite del reglamento, cuando la presión insistente y coordinada no permite recuperar el balón. La lástima es que ese fútbol tan físico –que no olvida las virtudes de la técnica individual ni incumple las consignas tácticas de los entrenadores– se haya desarrollado en unas circunstancias climatológicas tan duras como las de muchos estadios brasileños. Hasta los futbolistas locales se quedaron sin ideas y sin fuerza, si bien la explicación va mucho más allá de lo estrictamente ambiental. Sin embargo, las cosas pueden ir a peor: por ejemplo en Qatar, un lugar más propio para los negocios en la era de la globalización que para correr detrás de un balón. Lo cierto es que da pena ver cómo muchos extraordinarios futbolistas corren y corren, tapan y tapan, y se olvidan de tocar y tocar, porque no les quedan fuerzas o porque el esquema táctico se convierte en un corsé. Se precisa tener muy buenas dotes físicas y ponerlas al servicio de una táctica: la técnica se da por supuesta. Los goles llegan a menudo por la calidad individual de las estrellas. Pero en eso también se ha aprendido de la vieja escuela del cerrojazo: lo importante es evitar que el rival haga goles. Las ocasiones para marcar acabarán llegando, si se persevera y no se comenten errores. Solo los más osados se salen de la norma: por eso suelen salir victoriosos, si la suerte acompaña. En su defecto, siempre se puede recurrir a los cracks. Pero el fútbol brilla más como deporte de equipo, aunque siempre se agradece –cómo no– la magia individual.

Al margen del deporte, pero como parte integrante del propio espectáculo, es bien sabido que el fútbol se ha utilizado con mucha frecuencia para tapar el malestar social. En eso Brasil no es una excepción. Pero los brasileños han añadido ahora una gota de innovación, haciendo coincidir sus protestas con el mundial. El fenómeno invita a la reflexión, primero porque el ejemplo podría extenderse. Y segundo, porque el fútbol sigue ganando adeptos, con lo cual su imagen se propaga cada vez por más rincones del mundo. Su carácter de fenómeno de masas y su rentable comercialización lo han elevado al altar de la globalización. Sin embargo, ni los dirigentes del fútbol, ni muchos de sus protagonistas más directos, ni gran parte de los aficionados parecen apreciar la capacidad potencial de reivindicación social que encierra ese deporte. Los brasileños nos lo han recordado: ¿por qué no aprovechar la ventana futbolística para dar más visibilidad a los problemas sociales? Y lo han conseguido solo parcialmente, porque los problemas siguen sin resolverse, por más que la televisión solo nos muestre caras felices.

Aunque su proyección mediática nace –sobre todo– del impulso comercial, conviene pararse a reflexionar también sobre este tema: el fútbol aúna valores deportivos envidiables, en particular como juego de equipo, pero se ha convertido también en un elemento capaz de aglutinar a un número cada vez mayor de personas, que se sienten más motivadas por los colores de su equipo que por otros supuestos factores de cohesión política o social. Por ello, el fútbol se puede utilizar como herramienta educativa, en lugar de lo contrario, y también como altavoz social, en vez de servir de anestesia frente a las reivindicaciones ciudadanas. Ahora bien, para eso hay que salir a la calle, no solo con el propósito de apoyar a tu equipo. Hay que salir, como han hecho y lo siguen haciendo muchos brasileños, aun sabiendo que las protestas pueden quedar silenciadas por el entusiasmo de unos y otros.

Brasil –un país de gran crecimiento económico y con mejoras sustanciales en el nivel de vida de un parte de sus habitantes– ha salido a protestar a las calles porque las desigualdades siguen siendo excesivas. Pero también porque las obras –en muchos casos inacabados– y los gastos que ha originado el mundial parecen un despropósito en comparación con las necesidades sociales no cubiertas. Y es que, pese ese a quien pese, el fútbol no es patrimonio de ninguna ideología, y no debe permanecer al margen del malestar social ni de los esfuerzos por combatir la creciente desigualdad que nos rodea. Es obvio que el nivel de ingresos de algunos deportistas y directivos es un exponente mayúsculo de esas desigualdades, pero también está claro que la mayoría de los amantes del balompié, en todo el mundo, pertenecen al ejército de los desposeídos o forman parte, como mucho, de las clases medias y bajas. El fútbol no es una nueva religión, ni ha de ser el opio del pueblo, ni puede considerarse un arma revolucionaria cargada de futuro. Es un juego, una pasión y un enorme negocio. Esa combinaciónlo ha globalizado hasta convertirlo en un fenómeno de masas a escala mundial. Y esa capacidad de proyección le confiere un potencial social que hasta ahora resultaba difícil de imaginar. Lo lamentable es que siga muriendo gente, demasiada gente, incluso mientras ven en familia una semifinal del mundial, como ha sucedido con los bombardeos israelíes sobre la franja de Gaza. Demasiada infamia, en demasiados lugares del mundo.

Ojalá que este mundial ganado con todo merecimiento por Alemania, además de constatar el renovado auge de los gladiadores y velocistas como flamantes estrellas del balompié, nos ayude a fijarnos más en las miserias sociales que nos rodean. Aunque se escondan detrás de fastuosos estadios o se intenten silenciar cuando empieza a rodar el balón. Ojalá nos ayude también a considerar ese deporte espectáculo como algo vinculado a quienes lo disfrutan y lo padecen, como sucede y sucederá en Brasil y en tantos otros lugares. Ojalá se juntara tanta gente como en el fútbol, no solo ver de un buen partido. Mientras tanto, intentaremos disfrutar del espectáculo, sin olvidar que esconde demasiado sufrimiento. Demasiadas ilusiones que no podrán tapar tantas miserias, como bien saben en Brasil, donde –por cierto– se ha realizado un despliegue policial nunca antes visto en una final. ¿Qué pasará cuando la FIFA de por concluida su misión en Brasil y se centre en seguir tejiendo su privilegiada red de actividades a lo largo y ancho del mundo, incluidos los limbos fiscales?

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