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Deuda externa y alternativas: el Norte debe reflexionar 

Fernando Heredia García
Estudiante del Máster en Economía Internacional y Desarrollo de la Universidad Complutense de Madrid 

"Los buitres son las aves que comienzan a volar sobre los muertos; los fondos buitre sobrevuelan sobre países endeudados y en default. Son depredadores financieros globales." Con estas palabras definió la presidenta argentina, Cristina Fernández Kirchner, a los fondos buitres, allá por el otoño de 2012, en otro episodio más del litigio jurídico entre el gobierno argentino y estos estrategas financieros (todos ellos vinculados a grandes corporaciones financieras, como Bank of America, JP Morgan y Goldman Sachs, entre otros, a la cabeza [1]). Y no le faltaba razón. De hecho, hasta el presidente estadounidense evitó cualquier aproximación al ejecutivo argentino, porque era consciente de su propia posición vulnerable frente al gran capital financiero de su país y conocía a la perfección la capacidad de chantaje que podía ejercer [2]. Aun así, si algo positivo se pudo extraer de todo ese proceso, y especialmente de su salto a la opinión pública, fue la visualización y divulgación de un problema a escala global. Me refiero específicamente a la situación de la deuda externa en los países mal llamados en desarrollo, debido a que muchos de ellos llevan varias décadas en desarrollo con resultados irrisorios.

A modo de breve introducción, baste enumerar una pequeña serie de cifras porcentuales para conocer mejor la magnitud del problema en algunas naciones (y también continentes, en el caso africano). Si consideramos la ratio de deuda externa sobre PIB, en 1980, en el África subsahariana, alcanzaba el 23,5% y en 2001 pasó al 70,9% (aunque en los años 80 había llegado a superar el 87%). Lo mismo ocurre, aunque a menor escala, en América Latina: su ratio fue del 43% en 2001. Si queremos conocer qué porcentaje de las exportaciones de estas naciones se dedica al pago de deuda externa, la situación es más alarmante si cabe. Ya en 2001 los países latinoamericanos destinaron, de media, un 33% de sus exportaciones al pago de la deuda externa. Y en la actualidad, algunos países, como Colombia, El Salvador y Costa Rica, dedican 1 de cada 5 divisas que reciben al pago de la deuda externa [3]. Es más, hay naciones en las que se puede afirmar, con la evidencia empírica disponible y sin temor a equivocarse, que su deuda es impagable [4]: sólo por citar uno de los casos más emblemáticos, Nicaragua debe, únicamente a acreedores extranjeros, un importe equivalente a más de 7 veces su PNB.

La conclusión a primera vista parece obvia: los países subdesarrollados tienen que lidiar, además de con sus propios desequilibrios políticos, sociales y económicos internos, con un modo de inserción en el sistema de financiación internacional que no les favorece y que constituye, por sí mismo, un engranaje perfectamente diseñado por el que fluyen constantemente recursos desde las naciones menos desarrolladas hasta las más desarrolladas. Además de la deuda, se podrían citar muchas otras formas de extracción de recursos vía explotación de la mano de obra barata o repatriación de beneficios. Con ello, aunque sea de manera preliminar, es fácil afirmar que cuanto más tiempo transcurra sin solucionar el problema de la deuda externa más difícil será para los propios países subdesarrollados salir del atolladero en el que se encuentran. Ello se debe a que son países incapaces de aumentar su propio nivel de producción, más aún si tienen que destinar recursos al pago de la deuda exterior. Desde el punto de vista opuesto, también resulta evidente que el contexto para los acreedores se torna igualmente complejo si lo que pretenden es cobrar la totalidad de la deuda viva, puesto que su ingente volumen emerge ya por sí mismo como el principal escollo para que los deudores puedan generar recursos suficientes para hacer frente incluso a los servicios de la deuda exterior.

A la vista de la terrible situación que viven desde hace décadas numerosas naciones altamente endeudadas, cabe preguntarse cuál es el motivo por el que se ven obligadas, de manera aparentemente inexorable, a endeudarse en el exterior. Puesto que sería un error pretender reducir una cuestión tan compleja a un solo motivo, conviene esbozar, al menos, una explicación desde un hecho objetivo: no todos los gobiernos pueden elegir. Y ello implica poner de relieve una obviedad, que puede entenderse mejor con un sencillo ejemplo: la amplitud de opciones frente a las vías de financiación posibles que posee el Gobierno de Zambia no es, ni de lejos, la misma que posee la Administración Obama. Esto es un hecho, a pesar de que en la mayoría de libros de teoría económica el endeudamiento externo de un país sea una simple asignación de recursos financieros, aséptica y despolitizada, canalizada desde unos agentes con excedentes de fondos hacia otros agentes que los demandan.

En esa situación, un gobierno –por lo general– tiene la opción de elegir entre tres vías de financiación no excluyentes entre sí: los impuestos, los ahorros de sus ciudadanos (principalmente mediante la emisión de deuda pública), y el crédito externo. Antes de continuar con la argumentación, es pertinente explicar por qué no se incluye entre las tres anteriores vías de financiación el comercio exterior. Y no se hace por lo siguiente: todos los países subdesarrollados comercian con el exterior, por lo que el recurso al comercio internacional como fuente de financiación no es una elección deliberada, sino un elemento fundamental en la dinámica de cualquier economía subdesarrollada, más aún cuando su demanda interna es muy reducida. Por consiguiente, el sector exterior es el agente protagonista a la hora de dar salida a la producción nacional. En esta línea, y como se verá más adelante, la búsqueda de financiación mediante el crédito externo es simplemente la consecuencia de la insuficiencia de ingresos –en divisas– obtenidos por estas economías.

Si comenzamos por hacer referencia a la recaudación vía impuestos, hay que subrayar que en la gran mayoría de las naciones no desarrolladas esta recaudación es poco menos que ínfima. Esto se debe, fundamentalmente, a los siguientes motivos. En primer lugar, la ausencia de tejido productivo que ofrezca un entramado de relaciones de intercambio estable en el interior del país (siendo la consecuencia lógica la aparición y formación de importantes bolsas de economía informal o sumergida, donde la recaudación tributaria no tiene cabida). En segundo lugar, la incapacidad, por la propia naturaleza de estas economías, de generar una base ciudadana amplia que aporte impuestos al erario público (principalmente directos, ligados a la renta),  debido a la enorme desigualdad de ingreso existente entre las clases altas y bajas; además, la evasión y el fraude fiscal en las clases altas es una práctica totalmente impune ante un sistema jurídico muy débil en todos sus ámbitos. Asimismo, estos países se caracterizan por la existencia de sistemas fiscales regresivos, escasamente desarrollados, y muy beneficiosos para las clases adineradas (con el objetivo de que conserven sus privilegios ancestrales). Finalmente, hay que destacar el amplio trato de favor que los gobiernos ponen en funcionamiento, no solo bajo la forma de ventajas tributarias, para favorecer la llegada e instalación de multinacionales dedicadas, esencialmente, a la explotación de los recursos naturales y/o laborales del país.

Ahora bien, si en esas condiciones resulta prácticamente imposible que se financie el crecimiento económico de una nación no desarrollada con la recaudación impositiva, ¿por qué no financiar dicho desarrollo económico mediante la emisión de deuda pública? Hay una frase atribuida a Truman Capote en la que afirma que «cuando alguien te da su confianza, siempre quedas en deuda con esa persona.» Pues bien, en el caso de los países no desarrollados que optan por esta vía de financiación, esto es aplicable. Lamentablemente, la garantía de pago (estimada por los mercados) que ofrecen la mayoría de gobiernos de países en desarrollo no es muy alta. Por ello, y teniendo en cuenta que los grandes Estados con capacidad de financiación y/o las grandes corporaciones privadas con capacidad de invertir fondos excedentarios siempre tendrán otras opciones que ofrezcan mayor fiabilidad de pago a una menor rentabilidad, la premisa es clara: si se ofrece una muy buena rentabilidad, será más fácil encontrar compradores para la deuda externa. La consecuencia de todo este proceso es bien conocida por la ciudadanía de los países periféricos de Europa: una escalada progresiva de los tipos de interés ligados a la deuda soberana (secundado por las agencias de rating), con el objetivo de atraer inversores, hipotecando y condicionando de manera profunda el plan presupuestario del país para los próximos años. De hecho, en algunos países, como España, se ha modificado incluso la Constitución para dar prioridad al pago de la deuda frente a otras partidas, como el gasto en pensiones, educación o sanidad. Existen naciones que han recurrido a esta vía de financiación, pero casi ninguna es capaz de cubrir la necesidad total de la misma haciendo uso de esta opción ya que, como motivo principal y sin ánimo de profundizar ahora en este tema, se estima que el mercado de deuda soberana internacional está copado por menos de 20 países que capturan más del 85% de la deuda total emitida. De esta forma, el poder de captación de fondos de estas naciones se ve reducido de manera evidente.

Llegados a este punto sería una falacia calificar el recurso al crédito exterior como "libre elección" de financiación para los países subdesarrollados, puesto que en una aplastante mayoría de los casos constituye su única opción de financiación. La elección deja de ser consciente para pasar a ser obligada, y aquí es pertinente volver a subrayar las relaciones de poder entre los agentes involucrados, donde –en este caso– es el prestamista quien tiene el poder de fijar las condiciones financieras de un posible crédito. Sin embargo, muchos Estados, con la pretensión de evitar el excesivo castigo de los mercados en forma de elevados tipos de interés crediticios y exigentes plazos de cumplimiento, solicitan ayuda financiera a organismos internacionales, como el FMI o el Banco Mundial. De esta forma, la situación de desesperación en muchos países abre las puertas a la aplicación de políticas neoliberales, secundadas cuando no impuestas por esos organismos. Como condición inquebrantable para la recepción de fondos, las recomendaciones y los programas de ajuste conllevan la devaluación interna, la reducción de los salarios reales, las privatizaciones y la supresión de servicios públicos, entre otros efectos de especial incidencia negativa en la mayoría de la población. No hay que olvidar el importante papel que juegan dentro de estas instituciones (no elegidas democráticamente) los intereses de las corporaciones transnacionales, los grandes bancos de inversión y los Estados con notable poder monetario-financiero [5].

A modo de conclusión, el problema de la deuda externa de los países subdesarrollados ha de entenderse como una exteriorización de las relaciones políticas, financieras, monetarias y comerciales, y como una consecuencia más del funcionamiento del sistema económico vigente en el mundo. De un sistema internacional en el que prima el poder de determinados agentes por encima de la neutralidad o la justicia social, favoreciéndose así el expolio y sumisión de sociedades a manos de una determinada minoría privilegiada; y, por consiguiente, de un sistema en el que la libertad de elección no se da de una forma plena ni satisfactoria en la mayoría de los casos, como sucede al buscar financiación exterior. Ello lleva a numerosos países a caer en el círculo de la deuda exterior, del que no se sale fácilmente. Sin embargo, sí resulta muy fácil empobrecerse al mismo ritmo que se van transfiriendo recursos al exterior para satisfacer, aunque sea parcialmente, el pago de una deuda externa difícil de reducir mientras sigan vigentes los actuales mecanismos que la crean, la alimentan, la reproducen y trasladan sus consecuencias a la mayoría de la población.

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