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La gran marea: Podemos, 9-N

Marcos Cánovas
Profesor de la Universidad de Vic - Universidad Central de Catalunya

Un mismo fenómeno tiene consecuencias en Cataluña y en el resto de España. Nada que no se sepa ya: la gente está estupefacta, indignada y harta después de estos años de crisis terrible, después de conocer las causas y contextos de la propia crisis, después de constatar la desvergüenza de individuos como los que llevaron a las cajas de ahorros a la estafa de las preferentes y a la quiebra, y después de observar el cada vez más visible iceberg de la corrupción sistémica de las administraciones.

Podemos se ha convertido en la válvula de escape estatal a todo este malestar. La eclosión de Podemos ha sido reciente, pero, ciertamente, ha tenido la capacidad de canalizar los sentimientos de muchas personas. Los partidos tradicionales se quiebran a medida que explotan las bombas de relojería y minas que sembraron desde la prepotencia aquellos que pensaron que todo valía. No se sabe la porquería que falta por aflorar, pero, seguramente, no será poca. Internet es un gran aliado de esta gran marea, las cosas van más rápido que en otras épocas. Se les hunde el barco (lo dicen ellos mismos, lo dice Esperanza Aguirre). Por otro lado, aunque tenga el récord de podredumbre, el PP, como bien se sabe, no es, ni mucho menos, el único partido metido en mecanismos que se engrasan a partir de mezclas inconfesables entre lo público y lo privado.

Podemos aparece en este entorno como algo diferente. Atrae porque quiere romper con el presente y porque no tiene pasado. Sin embargo, por no tener pasado, no se sabe cómo gobernará. Lo que sí se sabe es que no hay salida fácil a una situación como la actual (a la Tangentópolis italiana y la desaparición de los partidos históricos le siguió la llegada de Berlusconi; mal precedente). Los dirigentes de Podemos deberán ser muy cuidadosos si se encuentran con responsabilidades de gestión, tanto por su falta de experiencia como porque se van a topar con unas estructuras corruptas que no van a desaparecer de un día para otro aunque cambien las personas que están en la primera línea de gobierno. Hay riesgos, pero Podemos es la esperanza para mucha gente.

En Cataluña existe el mismo descontento que en el resto de España. Pero, además, se une el que han aportado las vicisitudes del Estatuto de Autonomía de 2006, cuyas circunstancias, sobre todo después del fallo del Tribunal Constitucional en 2010, han acabado siendo detonantes de las demandas de los últimos años. La indignación en Cataluña se canaliza en clave de autogobierno (de entrada, derecho a decidir), en coincidencia, además, con las aspiraciones de un sector de la población (nada desdeñable, altamente motivado y bien organizado, pero históricamente minoritario) que desde siempre ha sido partidario de la independencia. Con este bagaje, llega el 9-N.

Contra lo que podía aconsejar la situación, los días posteriores a la consulta sirven para profundizar el desencuentro. Rajoy y el PP quieren, no hay ninguna duda, la unidad de España. Pero si es eso lo que quieren, están consiguiendo justo lo contrario. Ignorar las aspiraciones de 2,3 millones de personas que salen a la calle en un acto que no es un referéndum legal, pero sí la única manera de expresar un deseo legítimo, no parece la mejor manera de resolver la cuestión, y tampoco desoír a más de 1,8 millones, entre esos votantes, que manifiestan explícitamente que quieren la independencia. La postura de Rajoy y el PP, que resulta incomprensible si se aplica, por ejemplo, la lógica que llevó al Gobierno británico a aceptar el referéndum de Escocia, conecta con una tradición monolítica que ya no puede funcionar.

Si Rajoy y el PP modificaran algunos parámetros —partiendo de lo que ellos mismos constatan, es decir, que probablemente muchas personas en Cataluña siguen deseando una vía de conciliación dentro de España—, quizás avanzarían un poco en el sentido que dicen procurar. Aunque no es lícito pensar que toda la gente que no fue a votar el 9-N está en contra de la independencia, sí que parece probable que, en un referéndum oficial y con participación elevada, los votos a favor de la independencia pudieran crecer relativamente poco y se optara finalmente por la permanencia. Así, aun en la situación actual, hay campo para negociar una nueva vinculación de Cataluña con España que no sea necesariamente la de la independencia.

Extrapolando los datos de la consulta, el diario La Vanguardia vaticinaba (11-10-2014) un 44,6% de votos a favor del sí a la independencia en un referéndum legalizado con una participación supuesta del 75% (el porcentaje bajaba al 41,8% si la participación era del 80%). Y eso en el contexto actual de enfrentamiento, es decir, sin el efecto unionista que de por sí generaría una postura más amable por parte del Gobierno estatal. Pero no es así, y cada día que pasa hay más personas en Cataluña que no encuentran otra salida que la independencia (y sobre esto no tendría que haber dudas: a medio y largo plazo, en una democracia no se puede retener a tanta gente por la fuerza, sino por la convicción; si no hay convicción en la idea de España y una mayoría quiere, Cataluña será independiente).

La situación de Mas no es de simetría inversa respecto a la de Rajoy. Mas no tiene solo detrás a un Gobierno y a un partido, sino que intenta ser el líder del movimiento soberanista. Si lo que quiere Mas es la independencia y que su partido no se hunda (porque es uno de los que conecta con el mundo oscuro de los recortes y la corrupción), en realidad ya hace lo que tiene que hacer (al tiempo que la posición intransigente del PP también allana el camino a la separación). De hecho, en el contexto de disgregación de los partidos tradicionales —como el suyo—, Mas ha demostrado una notable capacidad de supervivencia. El avance soberanista lo llevó, como presidente de la Generalitat, a ponerse al frente del proceso, probablemente con el convencimiento de que si no lo arrollaría la marea. Así que, por lo menos de momento, los últimos sucesos parece que han hecho olvidar parcialmente de dónde vienen Mas y CiU: la imagen simbólica del abrazo el 9-N entre Mas y David Fernández —líder de la CUP, el partido más alternativo que hay en el parlamento catalán— es un golazo del president.

Sea cual sea el resultado final, conviene tomarlo con calma. Cataluña puede ser independiente y también puede no serlo. Esto no quiere decir que se tengan que obviar las consecuencias de la independencia (ni de la permanencia, por cierto). Hay que debatir sin dramatismos y sin visceralidad lo que representa cada opción. Si hay salida de España, tiene que ser pactada y organizada, en beneficio de todos. Y, si Cataluña se queda, a partir de las lecciones aprendidas no habrá más remedio que sentar las bases de un acuerdo nuevo. Se equivocan los que creen que todo lo que no sea una Cataluña independiente es un error, y se equivocan de la misma manera los que consideran que la unidad de España es algo inquebrantable por definición. No se trata de esencias nacionales, más bien se trata de cómo quiere organizarse la gente para convivir. No resultaría improbable que, en el contexto de un diálogo limpio y abierto, la población de Cataluña prefiriera mantener el vínculo con España. Pero cada vez queda menos tiempo para este diálogo.

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