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¿De qué hablamos cuando hablamos de universidad?

Marcos Cánovas
Profesor de la Universidad de Vic, Universidad Central de Catalunya

La reciente aprobación del decreto por el que se reordenan las enseñanzas universitarias oficiales y abre la puerta a los grados de tres años ha vuelto a encender el debate sobre el modelo de los estudios superiores en España. En un primer momento, cuando se tuvo que decidir cómo se adaptaba nuestro sistema a las directrices del Espacio Europeo de Educación Superior (EEES), se optó por el modelo 4+1, es decir, grados de cuatro años y másteres de un año, a sabiendas de que la opción 3+2, tres años de grado y dos de máster, era la preferida tanto en nuestro entorno más próximo como, en general, en los países con más peso en el EEES.

Aparentemente, en la decisión se tuvo en cuenta el hecho de que los cuatro años acercaban el sistema español al de los países latinoamericanos (aunque, como se señala, sucedía lo contrario con buena parte del ámbito europeo). Se usaron también argumentos de calidad: ¿cómo se podía hacer en tres años lo que se venía haciendo en las licenciaturas de cinco? (Obviamente, no se trataba de hacer lo mismo, pero esa es otra historia). Y también está el lado oscuro (y no pequeño) del sistema y de las personas que lo componen: las inercias, la resistencia al cambio, el temor a perder pequeños espacios y privilegios, etc.

Así que, para quedarnos como estábamos o casi, que es de lo que se trata cuando actúan las fuerzas oscuras, se optó por el grado de cuatro años. Ampliar las diplomaturas de tres a cuatro años —independientemente de que tuviera o no sentido en algunos casos—, reconvertir las licenciaturas de cuatro o cinco años en grados de cuatro y crear másteres de un año generaba menos incomodidades que la otra opción, que suponía pasar las licenciaturas a tres años.

Los estudiantes, por su parte, se opusieron radicalmente al llamado plan Bolonia, pero no por el modelo de formación, sino por otras cuestiones. Se decía que los estudios iban a ser más caros, que se tendería a la privatización y que el nuevo sistema favorecería a las clases sociales con más recursos (puesto que se contemplaba una dedicación en jornada completa que no resultaba compatible con tener un trabajo para pagar los estudios).

Al final, se implementó el nuevo modelo (o se cambiaron las etiquetas del antiguo) y en los últimos dos o tres años han empezado a graduarse en España las primeras promociones formadas, en principio, según las directrices del EEES. En la trayectoria de la universidad de los últimos tiempos pueden haber pasado cosas que confirmen o no los temores expresados por los estudiantes al comienzo del proceso, pero, en cualquier caso, y de una manera general, lo que haya sucedido seguramente no ha tenido que ver directamente con el desarrollo del nuevo sistema y hubiera sido igual con el antiguo.

Ahora ha llegado la propuesta de reforma y se reabre el debate. Vuelven de nuevo algunas tenaces resistencias. Se manifiesta otra vez la opinión de los estudiantes, contraria a la modificación del sistema porque los cursos de máster son más caros que los cursos de grado, por la sospecha acerca de una privatización encubierta y, además, porque la especialización complementaria parece más necesaria después de un grado de tres años que después del de cuatro, con lo que se tiene que invertir en formación cinco años en lugar de cuatro.

Respecto a los precios, en la actualidad hay diferencias notables entre las comunidades autónomas en el coste de los grados. La más barata (según los datos publicados por el diario La Vanguardia el 24 de febrero, basados en fuentes del Ministerio de Educación) es Andalucía, donde un curso de grado cuesta 757 euros. En Catalunya, la más cara, un curso de grado puede llegar a 2.371 euros. La disparidad, como se ve, es considerable. Los precios públicos de los másteres también son muy variados, en este caso, incluso dentro de una misma comunidad (pero, nuevamente, Andalucía está en la franja baja) y, en general, oscilan entre los 2.000 y los 4.000 euros, aunque lo más habitual es encontrarlos entre los 2.500 y los 3.000 euros. Es decir, los másteres son más caros que los grados, efectivamente.

No hay una respuesta simple a la pregunta de qué tiene que costar estudiar en la universidad pública. Actualmente, lo que paga el estudiante por la primera matrícula de un grado suele oscilar entre el 10% y el 20% del coste real de los estudios, el resto lo pagan los presupuestos estatales y autonómicos (vivimos en un Estado en el que suele ser más caro llevar a los hijos a la guardería que a la universidad: sorprendentemente, no hay grandes manifestaciones protestando por el precio de las guarderías, pero sí que las hay por unos estudios superiores en los que el 80% o más del coste está subvencionado). El debate sobre lo que hay que pagar para estudiar en la universidad pública debe orientarse a que la eficacia de la inversión a cargo de los presupuestos de las administraciones sea máxima, al mismo tiempo que se dan todas las oportunidades a las personas dispuestas a aprovechar sus estudios, independientemente de su renta, y especialmente en estos momentos en que hay cientos de miles de familias abocadas más allá del límite de la pobreza.

Los estudiantes creen —y a menudo con razón, si nos atenemos a lo que ha venido sucediendo— que el resultado de acortar la duración de algunos grados y la de ampliar la de algunos másteres va a acabar en un reparto socialmente más desigual de los recursos disponibles y sospechan, además, que las reformas pueden estar orientadas a favorecer la enseñanza estrictamente privada. Así que, del cambio propuesto, no se ve lo positivo, es decir, el acercamiento a Europa o el dar sentido a unos grados generalistas cortos complementados con una especialización de dos años, sino que lo que se ve es que matricular créditos puede resultar globalmente más caro. No faltan razones para desconfiar: las políticas cortas de miras nos han vacunado contra las supuestas bondades de las reformas y, ciertamente, por lo que se ha visto hasta ahora en asuntos educativos, ¿por qué no van a tener razón las protestas que afirman o sospechan que lo que hay detrás de la reforma es una cuestión económica e ideológica escasamente progresista?

Por todo ello, es difícil mirar el asunto con cierta perspectiva, pero, si se intentara, la cuestión del 3+2 o el 4+1 debería entrar de lleno en la discusión sobre algunos de los males (y posibles soluciones) de la universidad española. Pensemos, por ejemplo, en la descompensación de una estructura laboral que oscila entre los dos extremos del corporativismo funcionarial de ciertos docentes y la precariedad sangrante que sufren otros. Y pensemos también en la orientación pedagógica de los estudios universitarios.

Sobre este último aspecto, que debería haber cambiado de una manera fundamental con la adopción de los criterios del EEES, no se habla lo que se debería. Muchas clases universitarias siguen basándose en la idea de que el papel del profesorado tiene que centrarse en la mera transmisión de contenidos (la novedad es que ya no se usa la pizarra, sino la presentación de diapositivas digitales), en lugar de orientarse al objetivo primordial de favorecer la dinamización de una comunidad de personas dispuestas a formarse activamente. No se debate lo suficiente, por ejemplo, acerca de los planteamientos pedagógicos que dan el protagonismo al estudiante —a los que debería acercarse la implementación del plan Bolonia—, cuando esta debería ser la auténtica reforma.

Mirando de frente a lo que chirría en la universidad —hemos mencionado la estructura laboral y nos hemos detenido un poco más en la pedagogía, pero hay, sin duda, otras cuestiones muy importantes, como el papel de la investigación o la relación con la estructura productiva del país—, la solución del 4+1 o 3+2 quizás saldría de una manera natural y adaptada al contexto real de cada especialidad, porque también se estaría hablando de un cambio auténtico y no de mera cosmética. ¿Vale la pena el esfuerzo de pagar otra operación de maquillaje, al estilo de las que ya conocemos (las únicas que conocemos, en realidad), que quizás nos permitirá ganar algo, pero que, básicamente, como ha sucedido hasta ahora, nos dejará casi en el mismo lugar en el que estábamos aunque con un aspecto algo distinto? La respuesta a esta pregunta no será muy entusiasta. Pero si la pregunta es otra —y de verdad es otra—, la respuesta puede ser muy distinta.

Convendría hacer una apuesta radical por cuestiones de fondo que están ocultas por el humo de lo inmediato. Es verdad que la duración de los grados se tiene que resolver en un plazo corto y que las reformas estructurales son lentas, pero estaría bien que se empezara a trazar el camino con cierta decisión. Si la universidad apenas ha alterado determinadas inercias en decenios y si en ocasiones sigue educando a las personas con la pedagogía de hace 150 años, difícilmente formará la ciudadanía libre, con criterio, responsable de sí misma y competente en su trabajo que necesita una sociedad democrática. Esto es lo que nos jugamos si no ponemos a la universidad a hacer aquello que tiene que hacer.

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