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Lo que (nos) cuesta de verdad la energía nuclear

José Manuel Lechado
Periodista

No es ningún secreto que la industria energética tiende a ocultar los efectos negativos de su negocio. Es una postura lógica: nadie tira piedras sobre su propio tejado y, por supuesto, los grandes productores de energía no van a perjudicar voluntariamente los intereses de su sector publicitando la parte fea del asunto. Así, mientras puedan, negarán en la medida de sus capacidades cualquier evidencia contraria, incluso de hechos demostrados como el calentamiento de la atmósfera de la Tierra debido a la emisión de gases de efecto invernadero.

Sin embargo, pese a la negación y el ocultamiento sistemáticos (casi siempre con apoyo de los gobiernos), algunos aspectos dañinos de la generación de energía son vox populi. Por ejemplo, la contaminación derivada de la quema de petróleo y carbón. Otros son menos conocidos, como la destrucción constante de bosques tropicales para plantar cultivos destinados a la producción de biodiesel. El desconocimiento general es de gran ayuda, pues millones de personas encienden aparatos eléctricos cada día pensando que pulsar el interruptor es un gesto inocuo, pues no ven que salga humo negro de las bombillas, los ordenadores o la lavadora...

En fin, casi todo progreso conlleva algún inconveniente cuya solución no pasa, precisamente, por negar la existencia del mismo. La industria energética es un sector tecnológico puntero que, junto a grandes beneficios, es también una fuente de problemas sin resolver. Y dentro de este terreno, el de la energía, resulta particularmente controvertido todo lo que tiene que ver con las centrales nucleares, presentadas a menudo, por ejecutivos y expolíticos, como una forma «limpia» de producir energía y, sobre todo, como la única alternativa seria en una sociedad que, lejos de ahorrar, cada vez exige más energía para derrochar a gusto.

Por desgracia, los hechos desmienten a estos visionarios interesados (en seguir cobrando el jugoso sueldo que les pagan las energéticas por servirles de publicistas). No hay accidentes graves muy a menudo en las centrales nucleares, eso es cierto (por ahora), pero también es verdad que cuando ocurre uno las consecuencias son devastadoras, afectan a territorios enormes y los efectos se pueden considerar virtualmente eternos. En Ucrania y Japón conocen bien este problema, uno de tantos que no se solucionará escondiéndolo.

Las mentiras oficiales sobre la industria nuclear son numerosas y variadas, pero quizá la más notable sea el ocultamiento sistemático de los verdaderos costes de la generación de energía a través de la fisión de núcleos atómicos. Es un tema importante, porque uno de los argumentos de los defensores de lo nuclear es que esta energía es, entre otras bicocas, muy barata.

En realidad no es así. Aparte de la inversión que podríamos llamar «natural», es decir, la construcción de la central, su explotación, abastecimiento y mantenimiento, que de por sí no son exiguos, la industria suele obviar otros gastos que están muy lejos de ser agua de borrajas. Con el agravante de que, además, son costes que no paga la industria, sino el Estado, es decir, nosotros, los ciudadanos.

Entre estos costes ocultos tenemos:

1. La seguridad de las instalaciones nucleares. Al ser consideradas objetivo militar y terrorista su custodia queda en manos de la policía e incluso del ejército. Un gasto que pagan los ciudadanos con sus impuestos.

2. La gestión de los residuos. Es tal vez el problema más grave en términos de seguridad, pues los desechos nucleares se mantienen activos durante décadas o siglos y son muy peligrosos. Plantearse una vigilancia a tan largo plazo es un disparate económico (de hecho, un desideratum), pero esto no impide que cada año se generen más y más residuos de actividad diversa que hipotecan el futuro de nuestro mundo. El precio de procesar y vigilar esta basura radiactiva es también una competencia del Estado que repercute en nuestros bolsillos, no en los del dueño de la central.

3. El desmantelamiento de las plantas nucleares también queda a cargo del sector público por motivos de seguridad y sanitarios. Las centrales nucleares tienen una vida útil limitada, tras la cual es imposible mantener su funcionamiento ni reciclarlas. Los «escombros» de una central cerrada tienen la consideración de residuos radiactivos y deben ser procesados como tales. Además son un posible objetivo bélico o terrorista. Más dinero de los impuestos arrojado a este pozo sin fondo de energía «barata» que no lo es tanto.

4. La moratoria nuclear que adoptaron algunos países, entre ellos España, no le sale gratis al ciudadano. En este caso la decisión de no construir más centrales nucleares la cobran las productoras de energía en el recibo de la luz, directamente al consumidor. Y sale cara incluso una vez derogada la moratoria (como es el caso de España, desde finales del siglo XX), porque la «indemnización» se sigue pagando durante mucho tiempo, alegando fantasmas económicos relacionados con la idea del lucro cesante.

5. Las subvenciones a las industrias energéticas son selectivas en la mayor parte de los países del mundo: se centran más en la investigación y producción de energía de fisión que en otros sectores, como, por ejemplo, las renovables. ¿Por qué? Porque la energía nuclear genera más beneficios (precisamente por ser más cara: las energías baratas e inagotables, como la solar, son un mal negocio). Y también porque hay intereses estratégicos: la tecnología de fisión que se usa en las centrales es la misma que sirve para fabricar armas atómicas. Sólo por si acaso, por supuesto... Así, además de gastar dinero público en financiar empresas privadas (mediante subvenciones directas o indirectas, como es el alivio o incluso dispensa de determinados impuestos a la industria), se hipoteca una vez más el futuro favoreciendo a un sector que supone un peligro público. Y esto tiene un precio no sólo económico, sino también ético (algo que no preocupa a quienes se enriquecen con estas cosas).

En resumen, si las industrias energéticas tuvieran que asumir directamente los costes de la producción nuclear, jamás se habría construido una sola central (al menos para la generación de energía; otra cosa es la cuestión de la barbarie militar, por supuesto).

Algunos de estos costes ocultos se pueden calcular (por ejemplo, el precio de desmantelar las instalaciones o, de forma algo más imprecisa, la moratoria), pero otros son incalculables: ¿cuánto cuesta vigilar un depósito de residuos nucleares durante 10.000 años? ¿Cuánto cuesta recuperar un territorio devastado como Fukushima o Chernóbil? ¿Cuánto costarán los daños que producirán, en el futuro, los residuos arrojados al mar, en toneles, y que antes o después acabarán escapando de sus recipientes?

Hay muchas cuestiones reprobables en la producción, distribución y consumo de energía (y la responsabilidad no es sólo de los fabricantes, sino también de los gobiernos y en parte de los consumidores), pero pocas resultan más preocupantes que las relacionadas con la fisión nuclear, que no sólo nos cuesta una pasta a los ciudadanos, sino que sirve, dicho sea de paso, como un escalón más del sistema de terror mundial que, desde los años de la Guerra Fría hasta hoy, sirve para reprimir la contestación social y ciudadana, ahogada en la gran marea del liberalismo policial-militar-consumista.

Así que la próxima vez que encienda la tostadora o enchufe su limpísimo coche eléctrico, piense por un instante de dónde vienen esos watios, cuánto cuestan de verdad y, sobre todo, cuánto costarán a sus hijos, que seguirán pagando nuestra fiesta dentro de décadas sin haber llegado a disfrutarla.

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