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La paradoja del CIS y la sostenibilidad

Alberto Rosado del Nogal
Humanista y politólogo, colaborador del Cículo 3E de Podemos

El CIS de diciembre de 2015 incluía en su batería de preguntas algunas relacionadas con el medio ambiente y la ecología. Más allá de los resultados, sorprende la sola noticia de que estas cuestiones protagonicen la agenda política del momento, aunque fuere sin demasiada luz y por un corto periodo. La mayoría de medios de comunicación reflejaron estos datos en sus espacios noticieros sin que el debate, no obstante, llegara a cuajar. Basta con lanzar una búsqueda rápida en internet para darse cuenta de la carencia de datos actualizados de los que disponemos: el último monográfico sobre medio ambiente del CIS se publicó en 2010 y, por parte del INE, las encuestas a la población sobre este tema datan de ese mismo año o anteriores. Qué duda cabe, que más de un lustro vacío de contenido riguroso es una señal de, al menos, despreocupación institucional. Pero, si en el pasado, el interés público ecologista cayó en saco roto, debemos ahora recuperar los hilos para zurcir cualquier agujero que amenace con volver a olvidar lo que tanto nos debiera preocupar: la sostenibilidad de nuestro medio.

¿Y qué ha señalado el CIS? Primeramente, el barómetro de diciembre 2015 no se ocupaba especialmente sobre medio ambiente sino que, más bien, incorporó ciertas preguntas sobre él. Pese a ello, sí parece transmitir dos mensajes claros: la ecología no ocupa los primeros puestos en los rankings de prioridades de España a la vez que, paradójicamente, está muy presente en nuestro día a día. Me atrevo, a continuación, a explicar la paradoja e interpretar por qué.

Mirar hacia otro lado no responsabiliza al sujeto que gira su cuello. En un mundo cargado de contenido, los filtros periodísticos y políticos sobre las temáticas a debatir se vuelven determinantes para el espectador. Si los poderes públicos y fácticos reparten las cartas y establecen las reglas del juego, no es de extrañar -ni sería criticable- que la sociedad, simplemente, responda con las cartas de su mano y bajo esas mismas normas. Pudiera ser alarmante que solo el 1,5% de la población española considere los problemas medioambientales entre las tres primeras necesidades de este país. Cierto es que el paro continúa en números insostenibles y la corrupción, además de no darnos tregua, se ve reforzada con más de siete millones de votos. Los telediarios continúan abriéndose de la misma manera y con las mismas denuncias que nos sugieren que, además de indignarnos, sigamos utilizando las mismas categorías que nos lanzan: corrupción, paro, sueldos dignos, regeneración política, etc. No sorprende, por tanto, que los problemas medioambientales se vean relegados a las últimas posiciones: lo que no se menciona, no existe; y en un mundo sobresaturado de contenido, en lo que no se insiste, cae en el olvido.

Aunque grata sorpresa: mientras lo ambiental se llena de polvo en la estantería de los problemas de España, paralelamente, el interés de la población sobre esos temas (77,2% se interesa mucho o bastante por la ecología y medioambiente) se sitúa por encima de la política (45,2%). Doble lectura cabe: o la mayoría de españoles mantienen posturas negacionistas o las noticias sobre las que se interesan ya han pasado los filtros que minimizan la gravedad del problema. Si un 41,2% se considera bastante informado sobre la realidad ambiental y el 49,2% de los españoles defiende la protección del medio ambiente aunque suponga, a veces, costes altos, ¿cómo es posible que apenas exista ese problema en el imaginario colectivo? Un 49,3% cree que tendremos dificultades en los próximos diez años para cubrir nuestras necesidades energéticas y un 42,8% tiene en cuenta, habitualmente o algunas veces, cuánto contamina el coche que pudiera adquirir. Si bien no valoramos, en términos comparativos, cuán importante es la sostenibilidad, sí dedicamos nuestro esfuerzo y conocimiento a aportar grandes granitos de arena para paliar aquello que no creemos sea tan grave. La paradoja está servida pero la explicación hunde sus raíces en la más pura lógica: si a nuestros gobernantes no les preocupa, ¿por qué nos iba a preocupar a nosotros?

Igual que un bebé respira tranquilo rodeado de una serpiente si ve a su madre relajada, una sociedad no sentirá la gravedad de un problema si sus representantes lo olvidan en sus líneas discursivas principales. La gran coalición por el silencio del cambio climático -obviando al primo de algún presidente del gobierno- obliga a bajar el volumen de la denuncia ambiental de tantas organizaciones y partidos políticos de menor peso parlamentario. La paradoja se explica, por un lado, poniendo el foco, de manera casi caricaturesca, sobre las vergüenzas morales y personales del rival mientras que, por otro, el reparto y la difusión de herramientas básicas para reducir el ritmo de deterioro ambiental son desligadas, completamente, de la agenda y responsabilidad política. Es decir: si un tablero, con tintes políticos -véase el barómetro del CIS-, ha de listar los principales problemas de un país, no puede ser resaltado aquello que no posee, a priori, la categoría de problema político. En otras palabras: si el cambio climático no se relaciona con un modelo productivo y unas leyes de protección ambiental elegidas desde el parlamento, pareciera, entonces, que la responsabilidad del problema no recae en los poderes públicos. Es la falta de acusación y debate entre los protagonistas de nuestras cámaras lo que implica que la ciudadanía no culpabilice al poder ejecutivo de la crisis ecológica y, además, no eleve el problema a posiciones más dignas.

Si un drama tal como sentir el cadáver de un niño sirio en la costa turca, habiendo tratado de huir de la pesadilla de las bombas, permanece en nuestras pantallas apenas unas semanas y la categoría "Refugiado" merece un 0,0% de preocupación en nuestra sociedad, según el mismo CIS, me atrevo a sospechar e intentar validar la hipótesis de que una clase política más responsable en la categorización de problemas promovería una ciudadanía más crítica en términos comparativos. Una vez en el parlamento se discuta, en serio, sobre una Ley de Cambio Climático y se alerte, insistentemente, sobre las consecuencias inminentes y ya existentes del fenómeno, lo ridículo -llámese lucha entre Mas y Rajoy o debate entre manzanas o cestos podridos-, pasará a un plano secundario para dejar todo el espacio a lo que la responsabilidad institucional considere oportuno. Ya en 2016, y tras 44 años de aquel informe del Club de Roma sobre Los límites del crecimiento, va siendo hora, necesariamente, de colocar esta realidad en prime time, ¿no?

 

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