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Hablen del medio ambiente, aunque sea bien

Alberto Rosado del Nogal 
Doctorando en cc. políticas
@AlbertoRNogal

De nuevo este 5 de junio —fecha inaugural de la primera cumbre monográfica de la ONU sobre medio ambiente en 1972— se hablará de él, del medio ambiente, que no de la Tierra, que no de la naturaleza. Si algo diferencia a la naturaleza del medio ambiente es la intervención humana. Emplear el término medio ambiente es reconocer nuestra manipulación —necesaria aunque torpe— del espacio donde habitamos. "El medio ambiente es el producto de la historia social de la naturaleza, de su incorporación a la historia humana, de su transformación por el trabajo a manos del hombre (...) La naturaleza se humaniza, lo natural pasa a ser social" (Arias Maldonado en Sueño y mentira del ecologismo). No es baladí comenzar aceptando tal premisa: si entendemos el concepto medio ambiente como la inevitable intervención del ser humano en la naturaleza, aceptaremos modos y juicios de valor sobre esa manipulación. De lo contrario —y esto es imposible— solo nuestra ausencia en el medio natural hará buena moralmente la convivencia.

Partiendo, pues, de esta inevitable convivencia entre un ser humano cultural y una naturaleza guiada por reglas más bien físicas, es necesario hablar de medio ambiente y de política verde. Y hablar, en este caso, resulta lo más importante. Me explico: el problema no es solo la degradación ambiental por nuestras incursiones; el problema es la escasa e insuficiente reacción que los poderes políticos han llevado a cabo para arreglar lo destruido. Si la convivencia es necesaria, así como la manipulación, el eje gravitatorio de cualquier sociedad debería ser cómo nos relacionamos con nuestro medio para que la coexistencia sea lo más respetuosa posible y, sobre todo, sostenible en el tiempo. A esto se suma una segunda dificultad: ¿y si la sociedad no desea esa armonía con la naturaleza? ¿Y si las prioridades son otras? ¿Y si los poderes políticos o fácticos desplazan la dimensión ambiental del debate? Asumiendo estar bajo el paraguas de una democracia (a grosso modo: ejecutar la voluntad de la mayoría social), podría darse la situación en la que esa mayoría no priorice el medio ambiente en sus decisiones políticas o, al menos, lo aparte del corto y medio plazo.

Decía que hablar, en sentido amplio, era lo más importante por una sencilla razón: si en democracia aceptamos la voluntad de la mayoría como rumbo político, sería profundamente saludable que esa mayoría, al menos, hubiera discutido suficientemente sobre la cuestión en sí. En otras palabras: si, efectivamente, debemos dejar de lado al medio ambiente, que esta decisión sea producto de un consenso social amplio que solo podrá ser tal, si el debate previo ha calado suficientemente. Por ello, parafraseando la archiconocida frase de Dalí: hablemos del medio ambiente, aunque sea bien.

Ejemplos ilustrativos ha habido en este último año, de un lado y de otro. A comienzos de año Donald Trump asumía el poder de la primera potencia mundial y segundo país más contaminante comparando el cambio climático con un cuento chino: conspiraciones asiáticas para restar la capacidad productiva de su país. Es más, nombró a Scott Pruitt director de la agencia medioambiental estadounidense, conocido por sus demandas contra las políticas ecologistas (al menos en su intención) de Obama. Recientemente, incluso, EEUU ha salido del acuerdo de París de 2015 que tanta ilusión —aun no sabemos si convencimiento— despertó al mundo. Theresa May, la primera ministra que conducirá probablemente el Brexit, eliminaba el Departamento de Energía y Cambio Climático —creado en 2008 por el laborista Gordon Brown en su mandato—  y daba la responsabilidad sectorial ambiental a Andrea Leadsom, política abiertamente negacionista o, cuanto menos, escéptica, habiéndose preguntado públicamente si esto del cambio climático era real o no.

Pero no todo han sido malas noticias desde el pasado 5 de junio de 2016. El candidato ecologista Alexander Van der Bellen obtuvo la victoria en las elecciones austriacas el pasado diciembre demostrando que un político independiente y nítidamente verde puede ganar. El reciente presidente electo de Francia, Macron, invitó hace pocas semanas a los científicos estadounidenses que se han visto vapuleados por Trump a su país a seguir su trabajo en la lucha contra el cambio climático: "Aquí son bienvenidos" (véase: https://www.youtube.com/watch?v=BS0GZUk01Lg). Una auténtica declaración de intenciones que se viralizó por su desafío al presidente de los Estados Unidos y a cualquier negacionista. Centrándonos en España, también las alcaldías del cambio han dado mucho que hablar: Ada Colau anunciaba el verano pasado la creación de una comercializadora energética pública 100% renovable y Manuela Carmena desafiaba a la tradición cochófila liberal estas navidades cerrando la Gran Vía madrileña a los vehículos motorizados en pos de mejorar la calidad del aire de la capital.

Son solo algunos ejemplos, buenos y malos, de personajes políticos que han hablado y han dado que hablar sobre medio ambiente. ¿Y por qué que hablen de él aunque sea bien? Porque quizá Trump y sus posturas negacionistas sirvan para colorear de verde la agenda política. Porque hablar de medio ambiente significa crear ese necesario debate que reoriente las políticas públicas —a todos los niveles administrativos— hacia un horizonte cargado de sostenibilidad. Si el debate no se produce, además de desdemocratizar las decisiones ambientales (a un lado o al otro), corremos el riesgo de que la inercia inmovilista continúe su camino hacia lo desconocido. Por eso hablad, hablemos, de medio ambiente. Para bien o para mal, pero hablemos. Situemos el debate donde merece.  Eso solo lo conseguiremos tintando las lenguas de todas y todos de verde. Hablen del medio ambiente, aunque sea bien.

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