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Barcelona desde Alhucemas (pasando por Melilla). Crónica de un viaje a la frontera

Victor Prieto
Graduado en Ciencias Políticas por la UCM, Máster de Estudios Avanzados en Filosofía y opositor a TAC

El mismo día que regresábamos de nuestras vacaciones por el norte de África, a través de las televisiones que entretienen la espera en el minúsculo aeropuerto de Melilla, supimos de los atentados en Barcelona y Cambrils. Habíamos aprovechado la visita a unos familiares para recorrer la cercana, y a la vez remota, costa norte de Marruecos, otro mundo a tan solo unas decenas de kilómetros de las costas andaluzas. Empapados de lo vivido, recibimos con una intensidad especial el torrente informativo que trataba de llenar la brecha existencial producida por el atentado. Era preciso, tras un primer instante de conmoción, restablecer las fronteras a partir de las cuales nuestro entendimiento se orienta en el vacío generado por el sinsentido. Volvíamos de Melilla, una ciudad-frontera, lo cual nos proporcionaba una serie de elementos útiles para desterrar los prejuicios.

La identidad de los melillenses –habíamos concluido-, al igual que su frontera, se encuentra militarizada, atrincherada en un explícito juego de afirmación constante que es, en realidad, una clasificación incesante de todo lo que circula, incluidos ellos mismos. Es especialmente interesante acercarse a una frontera en nuestro mundo globalizado. Lo es porque, mucho más sutil, quizá, pero con la misma intensidad, nuestro propio entorno, alejado de fronteras físicas como la ominosa valla de Melilla, se está poblando de barreras identitarias, correlato psíquico de una renovada y reforzada estratificación social. Es como si la globalización, en guerra contra el límite, fuera consciente de esa carencia y hubiera decidido contrarrestarla con la proliferación ad infinitum de nuevos márgenes. Cada uno de nosotros, una frontera infranqueable.

Toda frontera, elemento físico, está acompañada de una gestión fronteriza. La UE, por ejemplo, ha externalizado o subcontratado en los últimos años el control fronterizo a países como Turquía o Marruecos, que han reconvertido los sectores económicos tradicionales de las zonas limítrofes, más o menos diversificados y sostenibles, dando lugar al "monocultivo" de la seguridad. La única "salida" de los jóvenes marroquíes de la zona del Rif pasa por incorporarse a uno de los diversos cuerpos de seguridad: Guardia Real, Gendarmería, Ejército o seguridad privada, regados por el maná proveniente de los Presupuestos Comunitarios de la UE (unos 300 euros por barba al mes). Solo una ínfima parte de ellos se une a grupos paramilitares, aunque le vale a la región para ser una de las principales canteras de grupos terroristas como Daesh.

Hay otra salida, si bien incierta. Los jóvenes rifeños se manifiestan desde hace más de diez meses en Alhucemas. Piden mejoras en las infraestructuras (carreteras, hospitales, una universidad, etc.). Hacen, en definitiva, política de lo concreto. La represión de las movilizaciones pacíficas es aplastante. Hay policía por todos lados, en la Plaza de Mohamed V, centro neurálgico de la caótica ciudad, y en cada uno de los accesos por carretera. Aun así, el mantenimiento del conflicto ha ido modulando un movimiento político que exige trabajo para los jóvenes y una verdadera representación en las instituciones. ¿Cómo no evocar la revolución tunecina de 2010? ¿Cómo no situar las movilizaciones del Rif en las estribaciones de las Primaveras Árabes?

Al margen de las guerras de Irak y Siria, donde los intereses geoestratégicos de las grandes potencias propiciaron el desastre, el arco que rodea la UE por el sur es un ecosistema social complejo, al que una política europea responsable debería acercarse para entender su propia complejidad social. La singularidad de Melilla, enclave español en el norte de África, ofrece un inmejorable campo de observación y experimentación. Trataré de hacerme cargo de esta complejidad a través de una anécdota:

Entramos en una peluquería de la zona del zoco melillense (debidamente asimilado como rastro) regentada por dos chicos musulmanes. Mientras esperamos nuestro turno, en la radio se suceden repetitivas e ininteligibles canciones en árabe y  los últimos éxitos de rap francés. Delante de mí, en la pared del espejo, cuelga en la parte superior un póster en blanco y negro de Abd el-Krim, líder de la resistencia anticolonial rifeña contra la ocupación francesa y española. A la derecha, en la televisión que cae del techo, el programa de citas Mujeres y hombres y viceversa atrae todas las miradas.

La actual gestión fronteriza de la UE es el resultado de la evolución del proyecto de integración comunitario hacia un dispositivo de seguridad. Dicho de otra manera, el dispositivo de seguridad es -por seguir en términos foucaultianos- el brazo armado de la nueva gubernamentalidad de la Unión, lo que conlleva, a nivel social, un fuerte repliegue identitario. Esto es más fácil de entender, por visible y descarnado, a medida que nos acercamos a la frontera. Allí, la política de seguridad funciona como un gigantesco mecanismo de clasificación, poniendo, literalmente, a cada uno en su sitio. Allí, nuestro amigo el peluquero -mestizo, políglota, pura intersección- es empujado a la cárcel de una identidad incontestable, unívoca, o como dice Amin Maalouf, asesina.

Esta tensión se palpa en la frontera. Pero, recordemos, hoy todos somos ya frontera. Y la gestión fronteriza se encuentra en manos del paradigma securitario. Lo vemos claro después de cada atentado. Cada estado de emergencia declarado por las autoridades implica la puesta en marcha de un nuevo paquete regulatorio en pos de la seguridad. La reglamentación de la excepción ocupa el espacio del Derecho -del Estado de Derecho-, colocando al ciudadano, paradójicamente, en una situación de mayor vulnerabilidad. La sucesión de atentados (París, Londres, Niza, Berlín, Barcelona...) actualiza la amenaza, dando verosimilitud a la normalización de la excepción, contribuyendo, por ende, a la necesidad de más seguridad. El dispositivo regulatorio penetra socialmente empequeñeciendo la ciudadanía, activando identidades latentes, o construyéndolas de la nada, mediante un sistema de clasificación que otorga un "padre biológico" a los sujetos sin ciudadanía. De ahí a la radicalización hay solo un paso. De ahí al atentado, un salto mortal.

Tal vez lo lógico sería invertir el tiempo en condenar el terrorismo y ponerse detrás de una pancarta que proclame la unidad de los demócratas, mientras se vocifera por la defensa de nuestros valores y nuestra forma de vida. Sería incluso confortable sentirse arropado por una comunidad de hermanos que caminan juntos en la misma dirección. Tras largas décadas acostumbrados a vivir por nada, el desmoronamiento identitario de la Europa fortaleza ofrece la posibilidad de morir por algo, el martirio por los valores civilizatorios de una parte que habla siempre en nombre de la Humanidad. Tal vez sea hora de mirarnos con otros ojos.

Pero, como en las calles de Alhucemas, existe otra posibilidad. La frontera -que clasifica- tiene también la doble función de unir y separar. Es, en otras palabras, una constante fluctuación entre lo propio y lo ajeno, entre la exclusión y la inclusión, entre el canibalismo y la solidaridad: es una relación. Hoy todos somos frontera, y la gestión fronteriza se encuentra en disputa entre una parte que se atrinchera tras nuestros miedos y otra que, todavía intuitivamente, se sabe intersección. A esta última nos encomendamos, pues no somos seres humanos que se relacionan, sino el resultado siempre incierto de la relación entre esos seres humanos.

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