El 4º Poder en Red

Paulina: lo personal es político

Javier Franzé
Profesor de Teoría Política. Universidad Complutense de Madrid.

(Contiene spoilers de la trama) Paulina, de Santiago Mitre, no es una película sobre las instituciones judiciales, sino sobre la justicia, entendiendo esta distinción como diferencia entre legalidad y justicia.

Narra la historia de una joven abogada que abandona su reciente carrera judicial para volver a su ciudad, Posadas —capital de la provincia argentina de Misiones, situada al noreste, en la frontera con Paraguay y Brasil—, a trabajar en una escuela de la periferia como parte de un programa de defensa de los derechos humanos. A poco de iniciar su trabajo —el cual es rechazado por su padre, un juez de la provincia con pasado en organizaciones políticas revolucionarias—, Paulina es violada por un joven trabajador de un aserradero. Éste actúa amparado por un grupo del que forman parte algunos estudiantes de Paulina, que imparte un taller de formación política.

En la atmósfera cenagosa, áspera, desamparada en que se desenvuelve la historia —que recuerda a La isla mínima y La ciénaga—, Paulina y su padre encarnan dos modos de entender la justicia. Tras la violación, Paulina busca a su atacante en el aserradero y lo cita "para charlar". Su padre utiliza sus contactos para mandar detener ilegalmente a los agresores y arrancarles su confesión bajo tortura. En un giro dramático clave, Paulina decide tener el hijo fruto de la violación y no denunciar a los autores del delito, en nombre de la búsqueda de la justicia.

Paulina¸ de Santiago Mitre
Fotograma de Paulina, de Santiago Mitre

Paulina entiende que la ley es fruto del más poderoso y por eso su proyecto es precisamente empoderar a los actores excluidos. La película no evita la ambigüedad que esto implica: ella es blanca, rubia y de ojos claros en un ambiente dominado por el ascendiente aborigen; habla sólo castellano mientras sus estudiantes usan también el guaraní, al que recurren para evidenciar que es la diferencia de clase que los separa  —"usted es caté", "distinguida" en guaraní— lo que permite a Paulina proponerse empoderarlos. Por su parte, para el padre la institución judicial es el único instrumento disponible de la justicia y ésta consiste en evitar nuevas víctimas... aunque recurra a la ilegalidad para intentarlo.

Paulina vincula justicia y víctima de un modo distinto al corriente:  no duda de que los agresores "son unos hijos de puta", pero también que son fruto de "un mundo horrible que produce violencia". Y dado que los agresores son pobres, para ella la intervención de la institución judicial no aportará justicia, no evitará nuevos casos, pues al buscar sólo declararlos culpables más bien reproducirá a mayor escala la injusticia que significa la existencia misma de ese grupo agresor. Paulina encarna con radicalidad el mandato socrático según el cual "es peor cometer injusticia que padecerla".

Pero Paulina personifica una mirada todavía más honda del problema: la imposibilidad de una comunicación profunda que permita la comprensión entre posiciones diferentes y, por lo tanto, ponerse en el lugar del otro. Paulina nos permite pensar que la única forma de ponerse en el lugar del otro es entender su posición, pero no como resultado de una comprensión, sino más bien de una aceptación de la radicalidad de su ininteligibilidad. Desliga así respeto/tolerancia de entendimiento, afecto de intelección.

¿Cómo será posible entonces lo que ella persigue, una comunidad política justa? ¿Cómo se puede definir lo justo si lo injusto es en última instancia ininteligible?

Aquí aparece en toda su riqueza el riesgo estético y ético-político de la película. Paulina no despolitiza su posición, pues ni renuncia a denunciar a sus agresores, ni decide ser madre de ese hijo por motivos privados (miedo, amor, "síndrome Estocolmo"). Tampoco se guía por un igualmente impolítico "idealismo". Acepta con todas las consecuencias el carácter político del problema: un emergente del modo de vida de la comunidad, no de "personalidades" tomadas de una en una. No quiere ser víctima individual sino entender la situación en su conjunto, para poder sentirse parte de la misma. Intuye que lo primero bloquea lo segundo.

Paulina tampoco despolitiza las circunstancias recurriendo al relativismo, según el cual como todas las posiciones en última instancia son incomunicables, no podemos juzgarlas, tienen el mismo valor y así igual derecho a formar parte de la vida colectiva. Paulina no abandona las instituciones, ni mucho menos la ciudad. Por el contrario, asume la decisión política de trazar la frontera que haga posible la comunidad misma, excluyendo en este caso los valores incompatibles con los derechos humanos: por eso repudia las instituciones jurídicas realmente existente y la conducta de sus agresores.

Su acción no termina de desplegarse en plenitud. En parte porque la institucionalidad impone su lógica y la interrumpe a través del padre (la charla con su agresor nunca tiene lugar), y en parte porque es una búsqueda que sabe mejor dónde no está la justicia, que cómo encontrarla. Lo que sí sabe es que el camino es político, entendido no como lo reducido al ámbito del sistema político, sino como lucha por el sentido directa, por mano propia. Ésta, como una paradoja más de la película y como una de las tantas equivalencias del sentido común que desanuda el personaje, no se vincula con la violencia privada, sino con su rechazo y con la construcción de una nueva voluntad colectiva cuyo requisito es la comprensión —cuasi-heroica en estos tiempos neoliberales— de lo personal- privado como resultado de la politicidad de la comunidad.

Más Noticias