El detonador

Serrat, abuelo cebolleta

Una contradicción espacio-temporal: ayer tocó Serrat en Madrid mientras el Barça y el Athletic se jugaban la Copa del Rey en Valencia. Muchos pensaban que el músico aligeraría el repertorio para largarse a un bar a ver la final, pero nada de eso: dos horas y media de concierto y tres bises. 66 años y subiendo.

Serrat está en forma. Su pianista también. No había más músicos. Un concierto íntimo en el Circo Price, un recinto muy apañado, con buen sonido y mejor visibilidad. Además, no anda mal de aforo (debe andar entre 1.500 y 2.000 personas), con lo que puede ser un buen sustituto para la inhóspita Riviera.

Con esa pinta entre sacerdote retirado y cantante de 'Piano Bar', Serrat conmovió al público, compuesto mayormente por fans de la 'old school' (no recuerdo un concierto con tanta gente mayor desde que acompañé a mi madre a ver a Julio Iglesias en los noventa).

También me conmovió a mí. Nunca antes le había visto y he de confesar que me gustó. Mucho. Supe enseguida, casi sin que terminara la primera canción, que estaba ante un experto en hacer lo que estaba haciendo. Eso se ve.

Todo parecía perfectamente milimetrado -excepto cuando le dedicó una canción "a mi compañero Alejandro Vega"- y al mismo tiempo no perdía frescura. No es fácil.

Serrat se carga de un plumazo la posmodernidad entera. Su concierto es un viaje a los setenta, pero con todos más viejos. Todo es amable, cálido, entrañable, sentimental, nostálgico, emotivo y muy afectivo. Abotargados como estamos de mensajes irónicos y escépticos, un poco de positividad y confianza se agradece.

Me costó entrar, me dio pudor escuchar a Serrat contando viejas anécdotas y chascarrillos con su voz de abuelo cebolleta. Pero te va desarmando, enseñando el camino y obligándote a abandonarte.

Sí, me dejé llevar a su mundo de señor mayor con experiencia que ya está de vuelta de todo y se emociona hasta con la sonrisa de su pianista. Era un concierto directo al corazón: la música en un lado, el corazón en el otro y en el medio nada.

Empezó con ese monumento poético-musical que es 'Caminante no hay camino', con la cara de Machado colgando de una enorme pantalla circense. Terminaría con 'Hoy puede ser un gran día'. Pura emotividad, contagio sanguíneo de las ganas de vivir.

Las interpretaciones eran impecables: su voz temblorosa paladea cada frase con exquisito mimo, su rostro se retuerce como queriendo traducir lo que cantan las palabras y su cuerpo se mueve, torpe y espasmódico, pero milagrosamente rítmico (a su ritmo). En 'Penélope' sentí un escalofrío.

Por momentos el pudor regresaba: cuando alguien dice cosas como "siempre he adorado a las mujeres" ante 1.500 personas dan ganas de meter la cabeza bajo tierra. Es una cuestión generacional. Si Serrat tuviera hoy 20 años haría electrónica tropical, quiero pensar.

Costumbrismo cantautoril mezclado con club de la comedia. Contó varias historias entre canción y canción, bastante graciosas por cierto. Sobre todo la de su nacimiento, cuando su madre le puso mala cara porque esperaba una niña en lugar de un Serrat.

El público salió encantado, con el tiempo justo para ver la final del partido. Hoy y mañana repite, en el mismo sitio... Pero con todo el papel agotado.

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