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La revolución pendiente en Cuba

No hay periodista que no haya hecho alguna vez una predicción contundente basada en una larga investigación y que al final no haya visto cómo la realidad hace trizas su pronóstico. En 1992 se publicó en España el libro "La hora final de Castro" (subtitulado "La historia secreta detrás de la inminente caída del comunismo en Cuba"), obra del periodista norteamericano Andrés Oppenheimer y producto de varias visitas a la isla. Su autor recibió aquí el premio de periodismo Ortega y Gasset.

Eran los tiempos del llamado periodo especial, cuando la economía cubana había ya encajado el impacto de perder la ayuda de la Unión Soviética. Sin solidaridad revolucionaria y con la agresión económica norteamericana siempre presente, Cuba debía valerse de sus propios y escasos recursos. El resultado fue demoledor. Hasta el propio Fidel Castro lo sabía. "Este es el periodo más difícil de la historia de Cuba. No es sólo el periodo más difícil de la revolución", dijo en un discurso ante la Asamblea Nacional el 29 de diciembre de 1991.

Oppenheimer adelantó en su libro el final inminente del castrismo. Todas las opciones conducían al mismo desenlace. En teoría, Castro sólo podía escoger su final, no impedirlo. "Si abandonaba la economía planificada la situación económica mejoraría, pero su régimen perdería el control político sobre los trabajadores. Si mantenía la economía planificada, le esperaba el derrumbe económico, la miseria y probablemente una rebelión popular" (página 428). Dieciséis años después, es difícil leer estas frases sin sonreír. Castro no siguió el consejo de Oppenheimer y no tuvo que aplastar ninguna "rebelión".

Predecir el final de Castro y de su revolución ha sido un pasatiempo recurrente en EEUU desde la misma victoria de los barbudos en 1959. Sólo unos meses después, cuando se supo que Fidel pretendía visitar territorio norteamericano, un agente de la CIA informó a sus superiores del sombrío panorama al que se enfrentaba el líder cubano: "A menos que reciba una clara ayuda de EEUU, muchos observadores creen que su régimen sufrirá un colapso en cuestión de meses".

Palabras similares se escucharon cuando Castro enfermó y tampoco se han cumplido. Los que predicen continuamente el final del castrismo han vuelto a confundir sus deseos con la realidad. No será la última vez.

Lo cierto es que, entre las briznas de información que salen de la isla desde hace varios años, hay una constante que se repite. Los cambios que se adoptaron en los noventa para encajar el periodo especial fueron interrumpidos por razones ideológicas cuando ya no eran imprescindibles. Algunas de esas reformas han sido utilizadas en mayor o menor medida en las empresas y sectores dependientes del Ministerio de Defensa, es decir, de Raúl Castro. Por eso, un disidente como Vladimiro Roca dijo en septiembre de 2006 que "el primer reformista que hay en Cuba desde hace mucho tiempo se llama Raúl Castro".

En política, el juego de las expectativas sí tiene en ocasiones consecuencias mucho más profundas que la propia realidad. Las esperanzas que hay puestas en el pragmatismo que se le supone a Raúl –y al menos de eso sí se han dado cuenta los periodistas que están hoy en Cuba—son tantas que pueden jugar en contra de los intereses del Gobierno.

Muchos están convencidos de que el nuevo liderazgo, con independencia de las personas que lo compongan, tomará medidas que sencillamente no se contemplaban antes de la enfermedad de Fidel. Si esas medidas llegan o no demasiado tarde, el tiempo lo dirá. Pero el Gobierno que venga sabe que no puede aplazarlas bajo la premisa de que el reloj en La Habana corre a distinta velocidad que en el resto de los países.

La situación económica de Cuba no admite más dilaciones. Hasta los partidarios del castrismo son conscientes de que el sistema no produce los bienes y servicios que la sociedad reclama. De la misma forma que es ridículo creer que una democracia consiste tan sólo en celebrar elecciones cada cuatro años, no lo es menos pensar que el culto a la igualdad es el único requisito para valorar la justicia de una forma de gobierno.

Cuba vuelve a estar en una posición casi tan dramática como en los años noventa. Al igual que entonces, la isla no está condenada a elegir entre la sumisión a los vientos de Miami y una inexistente "rebelión". Como en cualquier empresa, la política de reducción de costes ha servido para aguantar un tiempo. El Gobierno cubano ha reducido al mínimo por ejemplo el consumo de energía. Ahora le toca comenzar a producir más, sobre todo alimentos. Incentivar la agricultura y la ganadería obligará a aceptar un aumento de la desigualdad en la distribución de la renta. Los cubanos ya han hablado en todas las discusiones públicas previas a las últimas elecciones. Ahora le toca al nuevo Gobierno responder.

"Lo que nos interesa es que suban los salarios y que nuestra vida mejore", decía esta semana un cubano entrevistado por Público.

¿Hay algo más revolucionario actualmente en América Latina?

Iñigo Sáenz de Ugarte 

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