El mapa del mundo

Atrapados en Afganistán

Los máximos dirigentes de la Unión Soviética escuchan preocupados las palabras del jefe del KGB, Yuri Andropov. Es el 17 de marzo de 1979 y el Politburó tiene sobre la mesa un asunto en el que todas las opciones son malas. Uno de sus aliados, el Gobierno de Afganistán se tambalea. En la ciudad de Herat, los muyahidines de Ismaíl Khan han eliminado a una decena de asesores soviéticos y a sus esposas e hijos. La respuesta de Moscú es espeluznante. La aviación arrasa la ciudad. Los muertos se cuentan por miles.

Andropov, la persona que mejor información tiene sobre el estado del país y de sus satélites, es rotundo: "Está completamente claro que Afganistán no está preparada en este momento para resolver todos los problemas a través del socialismo. La economía está atrasada, predomina la religión islámica y casi toda la población rural es analfabeta. Conocemos las lecciones de Lenin sobre las situaciones revolucionarias. Con independencia de lo que sea que esté ocurriendo en Afganistán, está claro que no estamos ante ese tipo de situación".

La revolución puede esperar, pero el imperio ruso tiene otras prioridades. Nueve meses después, la URSS invade Afganistán.

Casi 30 años después, hay tantas cosas que han cambiado que las comparaciones pueden resultar ridículas. Pero hay otras realidades que llaman la atención. Afganistán continúa sin estar preparada para el destino que se espera de ella. El Gobierno en Kabul no está en condiciones de imponer su autoridad sobre todo el país. Existe una insurgencia capaz de las mayores atrocidades, pero que despierta el apoyo de los que pertenecen a su misma comunidad étnica. Y hay una gran potencia extranjera que no es capaz de escribir el capítulo final de una guerra que, con distintos protagonistas, se ha prolongado durante décadas.

La guerra de Afganistán acaba de entrar en su sexto año. Pocos pensaron que duraría tanto tiempo. Este año está siendo el más sangriento desde el comienzo de las hostilidades. Ya lo fue el 2006 y el 2007 está siendo peor. Según un informe de la oficina en Kabul de la ONU, ha habido una media de 525 "incidentes de seguridad" mensuales (atentados, asesinatos, secuestros...) en el primer semestre. La media de todo el 2006 fue de 425. Han muerto 188 militares extranjeros. En todo el 2006, murieron 191.

Los talibanes han cambiado de estrategia. Ya no intentan grandes ofensivas que sólo conducen a la aniquilación de sus hombres. La guerra de Irak les ha dado ejemplos muy valiosos. Atacan a los militares y policías afganos con coches bomba y atentados indiscriminados. Cuando las tropas extranjeras estrechan el cerco en una provincia, se retiran y ejercen su presión sobre otra. Es un juego del gato y del ratón que se puede prolongar durante años.

Como dicen los manuales, cualquier fuerza insurgente gana cuando no pierde. Y el Ejército pierde cuando no gana. Ya lo decía el director de la CIA, William Casey, en los años ochenta cuando observaba entusiasmado las cifras de bajas del Ejército soviético en Afganistán: "Se necesitan muchas menos personas y armas para poner un Gobierno a la defensiva que para protegerlo".

El propio alto mando militar de la OTAN y su secretario general admiten que no hay una solución militar. La alternativa es la reconstrucción y el desarrollo, dignos objetivos difíciles de alcanzar en un país en guerra, que es además el mayor productor de opio del mundo.

Mientras todo esto ocurre, en España Afganistán es sólo una pieza más en el juego político. El Gobierno se niega a utilizar la palabra "guerra" para describir una situación típicamente bélica y sólo habla de "terrorismo", como si eso fuera un alivio. El único objetivo del PP es precisamente que los socialistas empleen el término maldito con la intención de que quede así absuelta la alianza de Aznar con los neocon. Olvidan que el origen de la guerra de Irak fue un cúmulo de mentiras y propaganda. La guerra de Afganistán comenzó con el asesinato de 3.000 personas en Nueva York y Washington. Nuestros aprendices del imperio ni siquiera son capaces de apreciar la diferencia.

La opinión pública se merece que Gobierno y oposición tracen una estrategia –consensuada si es posible– sobre la misión de las tropas españolas en Afganistán. No podemos volver a los tiempos en que ministros como Trillo y Bono hicieron lo posible para ocultar los riesgos reales que nuestros soldados afrontaban en Irak y Afganistán.

Cuando José Antonio Alonso asumió la cartera de Defensa, de inmediato se notó un cambio en el mensaje. Se acabaron las referencias a las "zonas hortofrutícolas" o a "misiones humanitarias". Hubo un intento por presentar la realidad tal y como es, sin esconder que el conflicto dista mucho de estar solucionado.

Eso ya no es suficiente. El Gobierno está obligado a explicar a la opinión pública por qué es necesario que las tropas continúen allí. No es imposible. Sólo tiene que recordar los trenes de Atocha, porque el 11-M no habría ocurrido si Osama bin Laden no hubiera tenido la oportunidad de lanzar desde Afganistán un mensaje que aún se oye en medio mundo. Al Qaeda dista mucho de estar derrotada.

Los que mandan deben también explicar cuál es la estrategia de victoria. La OTAN aún no la tiene. Cada año que pasa el número de víctimas aumenta, incluidas las de civiles aniquilados por los bombardeos norteamericanos, y también crece la influencia de la droga en la economía afgana.

Si no estamos dispuestos a poner más soldados, si no destinamos a ese país el dinero que necesita para su reconstrucción –lo que no estamos haciendo–, si no conseguimos impedir que los aviones de la OTAN dejen de ser una amenaza para la población civil, entonces habrá que pensar en la retirada de las tropas. Porque a partir de ese momento, nuestros soldados no serán ya parte de la solución, sino del problema. La misma situación en la que han terminado atrapadas las tropas de EEUU en Irak.

Iñigo Sáenz de Ugarte

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