El mapa del mundo

Pactar con el diablo

El ministro de Interior de Pakistán estaba absolutamente encantado cuando recibió las noticias procedentes de Kandahar. Corría el año 1994 y casi nadie había oído hablar de los talibanes. El general retirado Naseerula Babar tenía más información que la que se disponía en Washington o en Kabul. Sabía que un grupo de antiguos muyahidines de la guerra contra la URSS habían conseguido en sólo dos semanas hacerse con el control de la segunda ciudad de Afganistán. Muchos se preguntaban de dónde habían salido estos milicianos que tomaban el nombre de los estudiantes de las escuelas religiosas.

El ministro Babar estaba al tanto de todo. Los nuevos amos de Kandahar, que dos años después lo serían de todo el país, estaban en condiciones de cumplir las promesas hechas al Gobierno paquistaní presidido por una mujer llamada Benazir Bhutto. Por eso, Babar alardeaba en privado ante los periodistas de la repentina irrupción de "nuestros muchachos".

23 años después, la semilla plantada entonces ha estallado a pocos metros del camión que transportaba a Bhutto por las calles de Karachi en su vuelta triunfal a Pakistán. La ex primera ministra cree saber quién está detrás de la explosión que mató a 136 personas. La lista de sospechosos no es corta. La integran Al Qaeda, los talibanes, los grupos extremistas paquistaníes o los propios servicios de inteligencia (ISI).

En los años noventa, Bhutto, el Ejército y el ISI formaban los tres vértices del triángulo del poder en Pakistán. Ninguno se fiaba del otro, pero todos coincidían en algo. El Estado necesitaba extender su influencia en un Afganistán dominado por milicias y con un Gobierno en el que Islamabad no confiaba. Estaba en juego un gasoducto, el comercio con Asia Central y la integridad de Pakistán. La gran recompensa era el proyecto de gasoducto que podía llevar a Pakistán y la India el gas del yacimiento de Dauletabad, en el sur de Turkmenistán. Tenía que atravesar el sur y el este de Afganistán, agujereado por una pléyade de señores de la guerra que tenían la costumbre de instalar decenas de aduanas en las carreteras. Sin una autoridad central, la idea era una quimera.

Toda esa zona había formado parte de la mítica Ruta de la Seda, aunque ahora ya no era otra cosa que la mayor autopista de contrabando del mundo. La mafia del transporte de la ciudad paquistaní de Quetta estaba harta de que sus miles de camiones fueran extorsionados por los señores de la guerra. Bhutto y Babar tenían la solución. Enviaron un cebo, un convoy de camiones con 80 conductores, todos ellos ex militares, y un coronel del ISI. Cuando los vehículos fueron detenidos en Kandahar, los talibanes –que ya habían tomado la localidad fronteriza de Spin Boldak gracias al dinero de los transportistas paquistaníes– entraron en acción.

Tanto Babar como la mafia de Quetta tenían lo que querían. Los camiones pagaban una única tasa de 150 dólares para viajar desde Peshawar, en Pakistán, hasta Kabul. El Gobierno de Bhutto contaba con un aliado prometedor. Entregó a los talibanes armas, munición y combustible, y hasta permitió que soldados paquistaníes combatieran al otro lado de la frontera. Su objetivo: instalar en Kabul un Gobierno fuerte dominado por pastunes.

Pakistán siempre ha mirado con preocupación hacia su vecino del oeste. La Línea Durand, impuesta en 1893 a lo largo de 2.640 kilómetros por los británicos para separar el reino afgano de la India, se convirtió después en la frontera entre Pakistán y Afganistán. El pueblo pastún quedó cortado por la mitad. Cualquier proceso de disgregación de Afganistán, como el que asomaba en aquellos años de caos responsabilidad de muyahidines reciclados en la delincuencia común, proyecta malos augurios sobre Islamabad. Los pastunes de los dos lados podrían encontrar un punto en común que pusiera en peligro la integridad de Pakistán.

El historiador francés Olivier Roy no se equivocaba cuando apuntó que "Pakistán podría pagar muy caro su éxito en Afganistán". Así ha sido. Pensaron que podían controlar y moderar a los talibanes, y lo que ocurrió fue lo contrario. Los seguidores del mulá Omar conocían muy bien la sociedad paquistaní. En sus años del exilio, habían tendido puentes con los sectores más radicales del país vecino, reclutado adeptos en sus madrasas y finalmente talibanizado Pakistán.

Bhutto dice que puede ser la mejor aliada de Occidente en la guerra contra Al Qaeda. Es cierto que el régimen autoritario de Musharraf ha tenido éxito en su alianza con EEUU y ha fracasado por completo en su propio país. El partido de Bhutto es el único movimiento de masas en Pakistán que puede hacer frente a la marea yihadista que, de forma inconsciente, ella y su general Babar alentaron en 1994.

Confiemos en que esta vez Bhutto haya aprendido la lección.

Iñigo Sáenz de Ugarte

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