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¿Quién es el ultra más peligroso?

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Nada como unas elecciones para colocar a un país ante el espejo de su auténtica realidad. Los votantes israelíes han abandonado en masa a los partidos de izquierdas, han colocado el centro político del país en la derecha y han entronizado a un político como Avigdor Lieberman de ideas racistas que quiere quitar sus derechos políticos a la minoría árabe. Con un Parlamento fragmentado, han concedido a Lieberman el derecho en la práctica a elegir al próximo primer ministro.

Para apreciar las consecuencias de este paso, sólo hay que remontarse a noviembre de 2007 cuando se firmó el acuerdo del inútil proceso de Annapolis. El primer ministro, Ehud Olmert dio el aviso con estas palabras: "Si llega el día del colapso de la solución de los dos Estados y nos enfrentamos a una lucha por los derechos civiles como en Suráfrica, en ese momento el Estado de Israel estará acabado".

Es decir, si es imposible que los palestinos tengan su propio país, lo que les condenará a vivir bajo el dominio del Estado judío, el apartheid será el único horizonte lógico. Israel puede permitirse conceder el derecho de voto a 1.400.000 árabes israelíes –no si Lieberman puede impedirlo–, pero no a los palestinos de Gaza y Cisjordania por razones demográficas.

En realidad, desde entonces Olmert no hizo nada relevante para impedir que se cumpliera su sombrío pronóstico. Sin embargo, sus palabras quedaron como el reconocimiento de que el conflicto entre palestinos e israelíes ha entrado en un camino sin retorno.

Hasta algunos neoconservadores norteamericanos como Martin Peretz están horrorizados por el ascenso electoral de Lieberman, al que compara con Jorg Haider y Le Pen. Peretz nunca aceptaría la creación de un Estado palestino, pero es consciente de que con el ultra como 'kingmaker' del Gobierno, la fachada de la democracia israelí se derrumbará. Sabe que la paradoja de que alguien sea judío y neofascista no es tal en el caso de Lieberman.

Siempre ha habido partidos ultraderechistas en Israel que cuestionaban el carácter democrático del Estado dentro de sus fronteras y querían arrebatar sus derechos políticos a la minoría árabe. Pero sólo obtenían tres o cuatro escaños y su presencia en el Gobierno era irrelevante. Lieberman es distinto por las dimensiones de su victoria y porque ha obtenido el control del electorado ruso. Su 12% a nivel nacional se ha convertido en un 25% en Bersheva, la mayor ciudad del sur, donde habitan muchos de los inmigrantes procedentes de la antigua URSS.

Es otro fracaso de la izquierda israelí, cuyos líderes son demasiado soberbios como para preocuparse por las clases sociales más necesitadas. Les ocurrió con los sefardíes, que se echaron en brazos del Likud en los setenta, hartos de ser considerados ciudadanos de segunda, y ha vuelto a suceder ahora con los rusos.

Lo más significativo es que Lieberman ha monopolizado buena parte de la atención con su idea de obligar a todos los ciudadanos a suscribir un juramento de lealtad al Estado judío con la presumible intención de dejar fuera a los árabes. De lo que se trata es de quitarles el derecho al sufragio. Nadie aprecia allí la ironía de que un político nacido en lo que hoy es Moldavia decida que casi un millón y medio de habitantes de la antigua Palestina, en la que sus antepasados han vivido durante siglos, se conviertan en súbditos sin derecho al voto.

Lieberman es también una buena pantalla para diluir la responsabilidad de otros líderes más moderados. La clave de la falta de un acuerdo de paz reside en la persistencia israelí por continuar con su expansión de los asentamientos. Desde 1993 su número de habitantes ha crecido un 145% (de 116.000 a 285.000, y eso sin contar los 187.000 que viven en los barrios judíos del Jerusalén árabe). Los responsables de esta expansión han sido Rabin, Peres, Netanyahu, Barak, Sharon y Olmert.

Es curioso, pero no he leído en muchos sitios que estos políticos sean unos ultras.

Iñigo Sáenz de Ugarte

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