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La furia del electorado

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Los que creen que Obama es el último líder con carisma que encarna la imagen del cambio tranquilo deberían haber asistido a la reunión a la que el presidente de EEUU convocó el 27 de marzo a los responsables de las mayores entidades financieras del país. A las primeras explicaciones, o excusas, de los banqueros, Obama respondió con dureza, según Politico.com. Lo hizo como un fiscal que interroga al sospechoso de un crimen mientras una turba enfurecida espera en el exterior armada con antorchas y una soga.

"Tengan cuidado con esos comentarios, caballeros. La opinión pública no les cree. Mi Gobierno es lo único que se interpone entre ustedes y el patíbulo", dijo. Glup.

No es un exceso retórico de un político crecido, que también. En EEUU y Europa, hay una ola de ira popular contra la élite política y económica. El trabajador, el pequeño empresario, en definitiva, el contribuyente, no dan crédito a lo que están viendo y sufriendo. Vivían como todos en una época de euforia desatada. La tecnología y la evolución del sistema financiero parecían haber roto los patrones cíclicos de la economía de mercado. De repente, todo se vino abajo. Se acabó la fiesta y la resaca durará años.

La gestión pública de esa decepción ha trastocado el panorama político de varios países. En el Reino Unido, la crisis despertó a Gordon Brown de su letargo. Los sondeos le premiaron al principio hasta que la realidad acabó por imponerse. La paciencia de los británicos se agota. La noticia de que el marido de la ministra de Interior había pagado con fondos públicos el alquiler de dos películas porno se unió a otras denuncias sobre los privilegios de los políticos.

En Francia, el cabreo se ha dirigido contra los empresarios. Hasta cuatro de ellos han sido retenidos, por unas horas, por trabajadores enfurecidos a punto de perder el empleo. En España, el optimismo de Zapatero se ha visto sepultado por millones de nuevos parados. Agotada la capacidad de poner buena cara, la crisis le ha forzado a cambiar un Gobierno que sólo tenía un año de vida. Esta recesión no respeta ni a los bebés.

Las tradicionales señales de austeridad de los políticos, como la idea de congelarse el sueldo, ya no impresionan tanto. Si deciden ponerse al frente de la pancarta y rentabilizar en provecho propio la ira popular, como ha pretendido hacer Sarkozy, pueden verse superados por los acontecimientos.

La última paradoja de esta crisis es que el populismo ya no es la típica enfermedad de los gobiernos de los países pobres, como se solía escribir con insistencia en los países ricos. En el caso de que eso sea una dolencia no quedan muchos que no hayan sido contagiados. El líder que no sea ahora un poco populista corre el riesgo de ver arruinada su credibilidad, precisamente cuando más la necesita.

La gente tiene razones para sentirse estafada, aunque tampoco sabe cuál es la receta adecuada. Todos saben que en economía hay medicinas que pueden matar al enfermo. Esa certidumbre pertenece al campo racional y en este escenario el corazón tiene razones que la cabeza contempla perpleja.

Sólo el 53% de los norteamericanos dice que el capitalismo es mejor que el socialismo, según un sondeo de Rasmussen (el 20% opina lo contrario y un 27% no está seguro). De la patria de Wall Street se esperaría un mayor entusiasmo. Habrá quien diga que resulta improbable que esta crisis vaya a producir en EEUU un realineamiento ideológico completo. Quizá. Lo que sí es indudable es que los políticos que se erijan en defensores de bancos y grandes empresas no encontrarán mucho consuelo en las urnas. Llegará el momento en que tendrán que comenzar a apretarles las tuercas sin llegar, claro, a estrangularlos. Podrían tomar ejemplo de Obama. Tiene que haber fórmulas de canalizar la rabia popular sin necesidad de encabezar una cohorte de antorchas.

Iñigo Sáenz de Ugarte

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