El mapa del mundo

El futuro incierto de la monarquía tailandesa

Todos los los lunes una marea de camisas amarillas inunda las calles de Bangkok y del resto de Tailandia. En el calendario budista el amarillo es el color de este día de la semana y, por ende, de la insignia oficial del rey Bhumibol Adulyadej que nació un lunes hace más de ochenta años.

La adoración del monarca, el jefe de Estado más longevo del mundo –gobierna desde 1946–, es omnipresente en Tailandia. Su retrato y el estandarte amarillo adornan la abrumadora mayoría de tiendas, puestos callejeros y un sinfín de vallas publicitarias en todo el país.

La veneración de los tailandeses es genuina, aunque las leyes de lesa majestad tampoco dejan mucho margen para posturas republicanas. Bhumibol se ha ganado el respeto de su pueblo con su imagen de servidor austero que ha sido el garante de la relativa estabilidad que ha disfrutado Tailandia en el movido sureste de Asia y que lo ha convertido en el país más próspero de la región.

Pero el entusiasmo por el monarca se basa en su persona más que en la institución de la Corona. El príncipe heredero Maha Vajiralongkorn despierta mucho menos entusiasmo entre los tailandeses y no pocos se quejan de la vida de faranduleros de algunos miembros de la familia real, bajo mano para no entrar en conflicto con la ley.

Los grupos de oposición ahora pretenden utilizar la lealtad al monarca para derrocar al Gobierno al que acusan de perseguir fines republicanos. Pero Bhumibol, en varias ocasiones, ha demostrado ser un elemento decisivo de cohesión.

El problema es su avanzada edad. La escasa popularidad de sus herederos hace temer por el futuro de esta institución, que ha conseguido imponer cierta moderación entre los rivales políticos. Cuando muera Bhumibol el país podría convertirse en un polvorín.

Thilo Schäfer

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