El mundo es un volcán

La ropa barata es demasiado cara

¿Es posible comprar una camisa por menos de 10 euros? Vaya al centro comercial más cercano y entre en una tienda de Primark. O espere a las rebajas y pase por Hipercor, Zara, Mango, Benetton o cualquier multinacional del textil. Barato, incluso para los tiempos que corren, pero no tanto, como reflejan los más de 500 muertos y 2.500 heridos por el hundimiento de un edificio en Bangladesh en el que miles de personas trabajaban por salarios de miseria. Esa ropa es carísima, si aceptamos que la vida humana aún tiene algún valor, no solo en Boston o Madrid, sino también en un superpoblado y empobrecido país del Tercer Mundo.

Pese a su magnitud, la noticia habría pasado casi desapercibida de no ser porque, asociados a ella, se han visto expuestas empresas occidentales muy poderosas, que saben que la responsabilidad social corporativa es fundamental para una buena imagen de marca. Esa irrelevancia mediática castiga a innumerables catástrofes, con frecuencia no naturales, que azotan las regiones más pobres del planeta. Así pasó con el incendio de otra planta textil en noviembre de 2012, también en Bangladesh, que tan solo causó la muerte de 112 personas. Sin darse tales circunstancias en este caso, en el que además hay un español implicado, quien sabe si habrían existido siquiera esas ayudas alimentarias y médicas de emergencia que se anuncian, esas indemnizaciones probablemente raquíticas a las víctimas y sus familiares, esas promesas de reinserción laboral de los heridos y supervivientes, esa denuncia del "trabajo esclavo" del papa Francisco.

De repente, nos caemos del guindo y descubrimos lo que algunas ONG llevan años y años denunciando sin que nadie les haga caso: que grandes multinacionales con beneficios astronómicos se aprovechan de la subasta a la baja de la mano de obra en los países subdesarrollados minados por la corrupción para contratar su producción a un coste ínfimo y sin las mínimas medidas de seguridad. Tan ínfimo como 30 euros al mes por agotadoras jornadas en condiciones penosas. Tan ínfimo que no les compensa pagar unos sueldos decentes a los trabajadores europeos o norteamericanos, ni tan siquiera a los chinos que, a medida que su país crece y progresa, ya no están dispuestos a dejarse la piel por un raquítico puñado de yuanes. En esta puja vergonzante, Bangladesh se ha impuesto en los últimos años a muchos rivales, hasta montar un sector textil de 15.000 millones de euros anuales, que emplea a cerca de cuatro millones de personas (mujeres en su inmensa mayoría) y supone el 70% del total de las exportaciones.

Una gran manifestación recorrió el miércoles las calles de la capital, Dhaka, para exigir la implantación de medidas estrictas de seguridad y la pena de muerte para el propietario del edificio, estrechamente relacionado con el partido gobernante y que añadió tres plantas a las cinco autorizadas sin medir la resistencia a la actividad de una multitud de trabajadores. Varias de las empresas occidentales que se lucraban de la actividad en el inmueble se escudan en que no producían allí de forma directa, o en que sus acuerdos con fabricantes locales establecían medidas de seguridad y condiciones laborales asimilables a las de Occidente. Pero esa es una magra coartada. En la práctica, esas garantías quedan en agua de borrajas por la falta de controles efectivos y por la extendida práctica de las subcontratas a otros productores que incumplen esos compromisos, fiados, antes que en las buenas prácticas, en la compra de padrinazgos políticos que les saquen de apuros si las cosan salen mal.

Bajo el impacto de la catástrofe, se estudian represalias comerciales que fuercen a las autoridades bangladeshíes a tomar medidas efectivas para evitar que se repitan tragedias similares. Estados Unidos se plantea excluir al país asiático del programa de preferencias arancelarias que exime de impuestos a determinadas importaciones, y la Unión Europea estudia medidas similares. Pese a lo que tiene de positiva, hay algo perverso en esta dinámica: que se castiga el efecto más que la causa (la explotación que viene del exterior), y que las regulaciones, de hacerse efectivas, aumentarían de forma automática el coste de la producción, lo que, a su vez, disminuiría la competitividad del país frente a sus rivales, fomentaría la deslocalización hacia algunos de estos competidores y podría dejar sin trabajo a millones de personas.

Entonces, ¿no hay solución? Claro que sí. Bastaría con que las multinacionales extranjeras asumieran el costo añadido e incluso el control y la eficacia de las medidas que puedan garantizar condiciones laborales justas y decentes. Eso sí que sería una auténtica muestra de responsabilidad social corporativa, pero claro, iría contra las leyes de un mercado globalizado, contra las sacrosantas normas de la competencia, del dios de la oferta y la demanda. Y la consecuencia, ¡horror de los horrores!, podría ser elevar el precio de una camisa de ocho a nueve euros para el consumidor occidental, y tal vez que la empresa perdiese cuota de mercado y sus beneficios se viesen reducidos. Porque muchos de quienes hoy se escandalizan se irían sin dudar a la tienda de al lado, quizás de otra franquicia menos escrupulosa, con tal de ahorrarse un miserable euro.

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