El mundo es un volcán

Vargas Llosa vuelve a la carga: ahora contra Snowden

Sólo era cuestión de tiempo que Mario Vargas Llosa arremetiese contra Edward Snowden, igual que hizo en su día contra Julian Assange. El buen novelista y premio Nobel, que calificó a Esperanza Aguirre de Juana de Arco del liberalismo, considera que el ex empleado de la CIA que ha desvelado las vergüenzas del espionaje global norteamericano, es un depredador de la libertad que asegura defender. Es algo parecido a lo que dijo del fundador de Wikileaks: que dinamitaba la legalidad, degradaba y desnaturalizaba la libertad y confundía la libertad con el libertinaje.

Entonces como ahora, Vargas Llosa abomina de quienes desvelan los secretos de las cloacas norteamericanas con el argumento de que Estados Unidos es una sociedad democrática en la que impera la ley y donde existen suficientes instrumentos para denunciar los abusos que pueda cometer el Gobierno, desde una prensa libre a una justicia o un poder legislativo independientes. Por tanto, sostiene, no hay justificación para tirar de la manta fuera del país y servir a intereses espurios de regímenes autoritarios como los de Venezuela, Nicaragua, Bolivia (posibles refugios de Snowden) o Ecuador, que desde hace más de año acoge a Assange en la embajada de Londres. Y es que, si existe una constante en las fobias del escritor, esa es la de abominar de Evo Morales, Rafael Correa y Hugo Chávez (ahora de su sucesor Nicolás Maduro). El solo hecho de que puedan proteger a Snowden es para él en motivo suficiente para descalificar a alguien cuyo heroísmo, señala, consiste en haber violado el compromiso de confidencialidad con el Estado que le pagaba su salario.

No es que Vargas Llosa afirme que le parece bien que EE UU espíe sin distingos a amigos y enemigos y haya montado una red de vigilancia planetaria con la colaboración entusiasta del Reino Unido y la más o menos forzosa de las grandes empresas tecnológicas globales como Google, Facebook o YouTube. Hasta ahí podíamos llegar. Si hay que eliminar el espionaje, señala, que le digan dónde hay que firmar. Lo que ocurre, según él, es que Snowden no ha revelado nada que no supiera ya quien no sea tonto. Si de lo que se trata, añade, es de proteger el derecho a la privacidad, se llega tarde, porque ése desapareció hace mucho tiempo, por culpa de las disputas políticas, la prensa amarilla y las revistas del corazón.

Algo de razón puede que tenga, pero solo algo, y no solo porque la comparación flojee a ante la escala de la trama que Snowden ha puesto al descubierto. No se ha detenido a hacer esta reflexión: si lo desvelado es tan irrelevante, ¿por qué EE UU ha lanzado una caza al hombre a escala mundial, hasta el punto de presionar a China, Rusia y varios de sus aliados europeos para que impidan que el fugitivo encuentre refugio seguro? ¿Merece la pena retorcer y despreciar los hábitos diplomáticos, poner en evidencia a Francia, Italia, Austria, Portugal o España, comprometer las relaciones de estos países con Bolivia y toda Latinoamérica tan solo para echar el guante a quien ha revelado lo que todo el mundo sabía?

Y también: ¿Por qué está tan convencido de que Snowden y Assange tendrían un juicio justo en EE UU? ¿Tan justo como el del soldado Bradley Manning, posible fuente de la filtración de las papeles de Wikileaks? ¿Tan justo como el de los presos de Guantánamo? ¿Acaso no sabe lo que se puede llegar a retorcer el concepto de justicia cuando se dice que está en juego la sacrosanta seguridad nacional? Hace tiempo, incluso antes de que el 11-S hiciese saltar tantas y tantas salvaguardias legales, que la justicia ha dejado de ser ese valor absoluto que, según muestra el cine de Hollywood, puede verse sacudida y amenazada, pero siempre termina triunfando.

Tal vez Snowden y Assange no sean unos héroes, y no hay por qué poner la mano en el fuego por éste último en la acusación de abusos sexuales en Suecia, pero resulta vomitiva y desequilibrada la insistencia de Vargas Llosa en presentarlos como villanos. Por eso resulta pertinente recordar, una vez más, la incoherencia que supone este trato con el que dio en El sueño del celta a Roger Casement, que denunció a costa de un enorme sacrificio personal los bárbaros abusos perpetrados contra la población local en la explotación del caucho en Perú y, sobre todo, en el Congo convertido en su finca personal por Leopoldo, rey de los belgas. Casement, nacionalista irlandés, terminó ahorcado por los ingleses como reo de alta traición, y con su nombre embarrado a causa de sus prácticas pedófilas. Pero eso no impidió que Vargas Llosa le rindiese en su libro un fervoroso homenaje, que le tratase como un héroe merecedor de que le dedicase todo un libro. No es precisamente la misma vara de medir que, en una escandalosa falta de equidistancia, emplea ahora con Assange y Snowden.

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