El mundo es un volcán

Israel también negocia en Ginebra sobre el programa nuclear iraní

Más que 6+1 (Estados Unidos, Rusia, China, Reino Unido, Francia y Alemanía, más Irán), la fórmula que resume el formato de la actual negociación en Ginebra sobre el programa nuclear de la república de los ayatolas debería ser 6+1+1. No es un nuevo sumando, otro interlocutor que se sube al carro a última hora, porque siempre ha estado en él. Por supuesto, se trata de Israel, que no solo es parte interesada en el proceso sino que, aunque sea a través de intermediarios, tiene voz. Más aún: también tiene voto, y quien  sabe si veto.

Vaya por delante que resulta comprensible que el Estado judío esté preocupado, incluso alarmado, por la posibilidad de que, a corto o medio plazo, uno de sus principales enemigos —si no el que más— se haga con el arma atómica. El mismo temor, con diferencias respecto a los motivos, embarga al resto de países involucrados en el proceso, sin descartar a Rusia o China e incluyendo al único que no es potencia nuclear, Alemania. Y, generalizando, habría que convenir en que, ni el mundo ni Oriente Próximo serían más seguros si Teherán se hiciese con la bomba. Convengamos en que sería mejor para todos que eso no ocurriera. Sin embargo, esta conclusión puramente pragmática no debería esconder que supone una escandalosa muestra de hipocresía.

Hipocresía por parte de las potencias nucleares que participan en la negociación, a las que más que preservar la paz mundial, lo que les interesa es preservar su casi-monopolio, que se traduce en términos de influencia mundial. E hipocresía, sobre todo, por parte de Israel, que ni siquiera ha firmado el Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP), que almacena entre 100 y 200 bombas operativas y que, pese a no reconocerlo oficialmente, se encarga de que su existencia sea de dominio público. Aún más, no deja ninguna duda de que estaría dispuesto a utilizarlas en una situación de emergencia: cuando considere que su supervivencia esté en peligro, es decir, cuando no se vea capaz de ganar una guerra por métodos convencionales como viene haciendo desde el nacimiento del Estado en 1948 y, desde 1967, gracias al incondicional apoyo militar norteamericano.

Incapaz de forjar una relación de coexistencia pacífica con la mayor parte de sus vecinos musulmanes, negado a toda posibilidad de negociar una solución justa al conflicto con los palestinos, Israel en general, y el Gobierno de Benjamín Netanyahu en particular, lo fían todo a la baza de la superioridad militar que estaría en entredicho si Irán se hiciese con la bomba. Ese temor existencial a que se pueda perder en la paz lo que se ha ganado en la guerra está en la base del rechazo a cualquier trato que no signifique el fin absoluto del programa nuclear de su enemigo, de que no valgan ni las promesas de que éste tiene únicamente fines pacíficos, ni los mecanismos internacionales de supervisión que puedan arbitrarse.

El primer ministro lo ha dicho muy claro. No le basta lo que considera medidas tintas, sino la solución total, siguiendo el ejemplo sirio con las armas químicas: la eliminación no solo de los arsenales existentes, sino también de todas las fábricas y infraestructuras capaces de rehacerlos. No es ya cuestión de que se reduzca el porcentaje de enriquecimiento del uranio hasta extremos que hagan imposible su uso militar; es todo el tinglado el que hay que eliminar, incluyendo las costosas instalaciones y los miles de centrifugadoras. En resumen: su objetivo declarado es una rendición incondicional. Sabe que no podrá conseguir tanto, pero sí cree que esa exhibición de maximalismo le ayudará a que se alcance el acuerdo más favorable a sus intereses que sea posible.

Por supuesto, Irán nunca claudicará más allá de los límites que considera razonable. Es impensable. Pese al fuerte impacto de las sanciones internacionales, que empobrecen cada vez más a sus ciudadanos, su situación no es desesperada, el régimen está consolidado y, tras la elección de Rohaní como presidente, se siente tan fuerte y seguro como para permitirse ser flexible y pragmático. Y no hay duda de que el líder espiritual Jamenei se ha sumado —si no ha inspirado— a este giro y evita los viejos gestos de intransigencia. No es por casualidad, sino por cálculo, por lo que se ha abierto esta ventana de oportunidad por primera vez en más de 10 años. Tampoco lo es que, hace apenas dos semanas, estuviera a punto de suscribirse en Ginebra un histórico acuerdo que, aunque temporal, podría haber supuesto el comienzo del fin del contencioso.

¿Por qué no se alcanzó? Porque Francia se negó, justo en vísperas de que François Hollande, empeñado en lograr una relevancia internacional que se le escapa a nivel interno, viajase a Israel y, en una sesión especial de la Knesset, reconociese "el derecho de Israel a defenderse", elogiase su "valiente postura"  y garantizase a sus anfitriones que no habrá acuerdo con Irán, ni levantamiento siquiera parcial de las sanciones, si no hay un "cambio irreversible" sobre el programa atómico. No en vano, algún diario saludó al presidente francés como "el mejor amigo de Israel", tras la traición de Obama, que había estado dispuesto a firmar el compromiso alcanzado el día 10 en Ginebra.

Está claro, pues, que Israel, con Hollande de intermediario, también está ahora en Ginebra, con una propuesta que difiere del todo o nada que defiende Netanyahu pero que, si se lima hasta el mínimo detalle, podría resultarle aceptable: supervisión de las instalaciones nucleares iraníes sin restricciones, reducción de las reservas de uranio, suspensión de las obras de la central de agua pesada de Arak y fin del enriquecimiento de uranio al 20%.

Netanyahu tiene garantizado, por varias vías, que su voz se oirá alta y clara en las negociaciones de la ciudad suiza. Ha expuesto sus argumentos al participante en principio menos receptivo, Vladímir Putin, y ha puesto a trabajar a tope al influyente lobby judío de Estados Unidos, que ha convencido a un importante número de congresistas de la conveniencia de proponer nuevas sanciones a Irán que, de no haber sido frenadas por Obama, habrían convertido en misión imposible cualquier pacto en Ginebra.

El propio primer ministro israelí, consciente del peso vital de su principal aliado, ha prodigado sus intervenciones en la televisión norteamericana y ha defendido su postura ante el presidente que, como cabía esperar, se ha mostrado muy receptivo. Tanto que Obama —muy presionado y con múltiples frentes abiertos— ha aclarado que el efecto económico de un eventual levantamiento parcial de las sanciones a la república islámica será mucho menor de lo que se ha especulado y que serán "temporales y reversibles", condicionadas siempre a que Irán cumpla lo que se pacte de forma escrupulosa.

Netanyahu ha dicho que es partidario de la vía negociadora pero que, si se alcanza un mal acuerdo, no se sentirá obligado a respetarlo. En otras palabras: que mantendrá activa la opción de atacar las instalaciones militares iraníes, algo que parece impensable sin el apoyo directo de Estados Unidos (que nunca ha fallado a Israel en los momentos clave) que podría incendiar la región. Una posibilidad que, si no a la mayoría, sí  podría conjurar el rechazo de buena parte de la sociedad israelí, como demuestra, por ejemplo, un reciente artículo de Amos Arel en Haaretz en el que sostiene que "la diplomacia parece ahora la única opción" y que un ataque supondría el "aislamiento extremo" del Estado judío.

Con su ofensiva diplomática y verbal de última hora, con sus contactos directo con los líderes de tres países clave en la negociación, Netanyahu se ha asegurado que sus preocupaciones se tendrán cuenta y se defenderán con vigor en Ginebra. Ojalá que eso no haga imposible el acuerdo con Irán y no salgamos perdiendo todos. Excepto, si acaso, Israel.

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