El mundo es un volcán

Ni Turquía es Egipto, ni Erdogan es Mursi

 

El modelo de islamismo moderado y democrático que Recep Tayyip Erdogan ha impuesto de forma paulatina en Turquía, para quebrar la acrisolada tradición de intervenciones militares en la vida política, inspiró en un principio a los Hermanos Musulmanes de Egipto. Sin embargo, los errores en la evaluación de sus propias fuerzas, junto al ritmo acelerado de aplicación de la fórmula, llevaron a Mursi y los Hermanos Musulmanes al fracaso, la ilegalización y la clandestinidad.

La torpeza de Mursi, que se tomó el triunfo en las urnas como un voto e confianza incondicional que le dejaba las manos totalmente libres, le llevó, en contra del más elemental sentido de la prudencia, a forzar la marcha para imponer con botas de siete leguas su agenda islamista y de control del poder. No sólo menospreció a buena parte de la opinión pública (la simbolizada en el espíritu de Tahrir), sino también —lo que había de resultarle fatal— al gran poder fáctico del país: las Fuerzas Armadas. Pretendiendo seguir el ejemplo de Turquía, donde Erdogan ha recluido a los militares a sus cuarteles y los jueces han procesado y condenado por golpismo a altos jefes del Ejército, Mursi se pasó de rosca, se dejó llevar por la impaciencia y se dio de bruces contra la dura realidad, vestida de uniforme y encaramada en lo alto de un tanque.

Ninguno de los errores e incluso abusos del presidente justifica el golpe de Estado en Egipto y la salvaje represión subsiguiente, que Occidente ha hecho equilibrios para no condenar y que ejemplifica el lamentable fracaso de la Primavera Árabe y de la esperanza de libertad y justicia en la región. Sin embargo, ese fatal desenlace ilustra por qué, pese a los numerosos incidentes que la jalonan, la vía seguida en Turquía desde hace más de 11 años no ha descarrilado, conserva aún buena parte de su vigor y ha obrado el milagro de conjurar la amenaza golpista .

La victoria del partido de Erdogan (AKP) en las elecciones municipales del pasado domingo, tan clara finalmente como incierta parecía a priori, refuerza al primer ministro, que se jugaba en las urnas el ser o no ser. Con más del 45% de los votos, sale reforzado para proseguir la hoja de ruta que se le atribuye, y que, tras más de 11 años en el poder, pasa por continuar en él hasta 2023, cuando se cumpla el centenario de la república fundada por Atatürk, el padre de la Turquía moderna... y laica, una seña de identidad con la que no comulgan el dirigente islamista y su partido.

En vísperas de las elecciones, el liderazgo de Erdogan  estaba amenazado por su forma prepotente de ejercer el poder, el rechazo de los sectores más europeizados a la visibilidad del islamismo en la sociedad civil, la resaca de las protestas violentas de hace un año, los escándalos de corrupción que afectaban a varios ministros y a su propia familia, el intento de prohibición de redes sociales como Twitter y Facebook, la represión de los periodistas y la prensa hostil, las purgas en el aparato judicial, la desaceleración económica y, sobre todo, el auge de una poderosa oposición interna dirigida por el predicador residente en Estados Unidos Fethulá Gulen.

En definitiva, existía —y existe aún— una heterogénea y oficiosa coalición contraria a una deriva autoritaria que se nutre de las tres mayorías parlamentarias absolutas conseguidas por Erdogan en los últimos 11 años. Con todo, la diferencia sustancial respecto a Egipto es que en Turquía el Ejército no parece ser ya esa punta de lanza vigilante de las esencias laicas del régimen y dispuesta como en el pasado a derribar al Gobierno si se sale de madre. La clave para  lograr ese objetivo no está ya en los cuarteles, sino en las urnas. Y ahí Erdogan lleva todavía las de ganar.

El resultado de las elecciones locales se ha sustentado en las capas más desfavorecidas de la población, tanto en la Turquía profunda como en las grandes ciudades —el AKP ha ganado en Estambul y Ankara—, es decir en los sectores más agradecidos por el espectacular aumento del nivel de vida en la última década y menos sensibles a la necesidad de que se complemente con avances en las libertades civiles y democráticas.

A diferencia de las prisas suicidas de Mursi en Egipto, Erdogan ha ido imponiendo su agenda de forma paulatina. Su desafío al Ejército ha tenido muy en cuenta los frustrantes episodios anteriores en las que los militares acabaron por la fuerza con experiencias de poder islamista, aunque fuese por medios legítimos (también lo fueron en Egipto y ya se ve para lo que sirvió). Aunque ese Ejército encarnaba en alguna medida las esencias laicas y progresistas con las que Atatürk introdujo a Turquía en la vía de la modernidad y el progreso, su poder —y la permanente amenaza golpista—  suponían una anomalía indefendible en cualquier régimen que se pretenda democrático.

El perfil y la práctica de Gobierno de Erdogan tienen muchos aspectos alarmantes, y quizás a su país le vendría bien que cediese el testigo, incluso que cristalizara una alternancia en el poder con la oposición socialdemócrata y laica. Sin embargo, no se puede negar al líder del AKP el mérito histórico de haber puesto a los militares en su sitio, es decir, sometidos al poder civil.

Esa rendición se ha logrado de forma paulatina, con habilidad combinada con firmeza, se ha basado en una eficaz política de nombramientos y pretendía evitar justo lo que ha ocurrido en Egipto: que las Fuerzas Armadas se revolvieran y recuperasen su tradición golpista. Que Erdogan haya tenido éxito en su empeño, que haya sido posible que decenas y decenas de jefes militares hayan dado sido condenados por su implicación en intentonas golpistas, y que el Ejército haya asumido su papel constitucional es un prodigio digno de figurar en los tratados de ciencia política.

Turquía no es Egipto, ni por historia reciente, ni por desarrollo económico, social y político. Tampoco por el papel de los militares. Por eso, pese a los puntos en común, no cabe establecer un paralelismo total. La democracia, aunque vigilada y con frecuencia interrumpida, tiene cierto arraigo en Turquía, y goza de una salud aceptable, por muchas tentaciones de ponerla a su servicio que tenga el actual primer ministro. Y lo más importante: tampoco Erdogan es Mursi, lo que explica que el segundo esté en la cárcel y el primero se halle sólidamente implantado en el poder.

Lo malo es que, a tenor de su forma de actuar —sobre todo en el último año—, existe un riesgo alto de que Erdogan metabolice la victoria electoral de su partido de la peor forma posible: interpretándola como un cheque en blanco para profundizar en su forma autocrática de ejercer el poder, reprimir a sus enemigos, recortar libertades y avanzar en su intento de perpetuarse en el poder.

Para lograrlo, Erdogan tiene dos vías. La primera, de acuerdo al calendario, se materializaría el próximo agosto, cuando caduque el mandato del actual presidente, Abdulá Gül, cuyo sucesor se elegirá por primera vez por sufragio universal. El triunfo en las urnas estaría a su alcance, aunque no puede darse por descontado. Sin embargo, queda más lejana —porque necesitaría el respaldo de parte de la oposición— su pretensión de cambiar la Constitución para que el jefe del Estado se convierta en la principal fuente de poder, en lugar del Parlamento como en la actualidad. El riesgo que corre es que —si la Ley Fundamental no se modifica— puede quedar relegado a un papel representativo pero con escasas atribuciones reales. La segunda vía sería obtener un nuevo mandato como primer ministro en las legislativas de 2015. El único problema es que, tal y como hoy están redactados, se lo prohíben los estatutos del AKP.

Con el aval de su victoria en las municipales, es más que probable que Erdogan explore ambas posibilidades, e intente cambiar las actuales reglas de juego. Todo dependerá, en un caso, de su capacidad de negociar con el enemigo externo; y, en el otro, con el enemigo interno. Porque su forma autoritaria de ejercer el poder no solo suscita el rechazo de otras fuerza políticas y de la mitad de la opinión pública, sino también de amplios sectores de su propio partido.

La mejor noticia es que, salvo que al final resulte que los militares no están tan sometidos como parece, la suerte de Erdogan —y con él la de Turquía— se decidirá en las urnas, no en los cuarteles como en Egipto.

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