El mundo es un volcán

Linchamientos en Argentina

Un joven de 18 años que acababa de robar el bolso a una mujer en la ciudad argentina de Rosario fue golpeado hasta la muerte por un grupo de vecinos furiosos por el aumento de la delincuencia y la inoperancia policial. Era un ladrón que merecía un castigo proporcionado a su delito, pero los linchadores son unos asesinos que merecen pudrirse en la cárcel y a los que la exaltación del momento no debería servir de atenuante. Esta expeditiva justicia popular, y más si cabe en un Estado de derecho, está totalmente fuera de lugar; también en Argentina, donde en las últimas semanas han proliferado los casos de aplicación de la ley de Lynch: más de una decena, aunque de milagro solo se haya producido una víctima mortal.

Es el reflejo trágico de estigmas sociales profundos y se ha convertido en objeto controversia pública y disputa política. Hasta el papa Francisco, en una carta privada que ha terminado siendo pública, ha terciado para escandalizarse por una tragedia que le hace sentir "patadas en el alma" y le lleva a recordar al Cristo del Evangelio: "Quien esté libre de pecado que dé la primera patada".

Como cabía esperar, hay dos opciones: la de quienes apuestan por la mano dura contra la delincuencia, reforzando los medios humanos y materiales de la policía, y la de quienes piensan que hay que atacar el problema desde el análisis del sustrato de precariedad, pobreza, desempleo y desigualdad que afecta a buena parte de la sociedad argentina. Y, sobrevolando el debate, un hecho cierto: que los linchados salen de las filas nutridas de los marginados de siempre, que son legión en Argentina. Y en Estados Unidos. Y en España...

El problema ha adquirido un calado político tal que ha hecho que se impliquen, con la vista puesta ya en las próximas elecciones, diversos dirigentes y probables candidatos, sobre todo de diversas corrientes del caudaloso y turbulento Amazonas peronista, el movimiento al que pertenece Cristina Fernández de Kirchner. La presidenta, que evita emplear la palabra linchamiento, ha lanzado un llamamiento a luchar contra la venganza porque "la violencia solo engendra más violencia".

La reacción más radical y oportunista ha sido la de Daniel Scioli, gobernador de la provincia de Buenos Aires, que concentra cerca del 40% de la población del país. Su receta ataca el problema desde el prisma exclusivo de la inseguridad pública: declarar el estado de emergencia en seguridad pública, decretar la vuelta al servicio de 5.000 agentes retirados y anunciar la compra para la policía de cantidades ingentes de vehículos, armas y chalecos antibalas.

En el bando de quienes creen que no basta con la condena sin paliativos de esta salvaje justicia popular, sino que la solución debe buscarse en el tratamiento del problema de fondo, en la necesidad de llegar hasta sus raíces más profundas, han surgido voces, relevantes pero no siempre institucionales, desde la Iglesia, la judicatura, el profesorado y el Gobierno. Así, el ministro de Educación, Alberto Sileoni, aboga por avanzar en los programas de ayuda económica y de formación, extendidos a las sobrecargadas prisiones para eliminar la reincidencia en el delito. En definitiva: menos desigualdad, menos represión y más reinserción y justicia social. Hermosas palabras que está por ver que se traduzcan en hechos.

Argentina no es un país especialmente violento en el contexto de América Latina, si se considera únicamente la tasa de homicidios (5,5 por 100.000 habitantes), siete veces superior a la de España, pero tan solo por encima de la de Cuba y Chile. Sin embargo, ostenta el récord continental en cuanto a robos, lo que provoca una creciente sensación de inseguridad que sirve de caldo de cultivo a los linchamientos, que no constituyen, ni mucho menos, un fenómeno exclusivo de este país.

El sociólogo Leandro Gamello, que ha investigado a fondo la cuestión, recordaba en una reciente entrevista publicada en el diario Tiempo Argentino que él mismo recopiló más de 400 casos en México entre los años 2000 y 2011. La incidencia fue muy alta en los años ochenta del pasado siglo en Brasil y, sobre todo, en los noventa en Guatemala, quizás el país donde más se acercó a la pandemia y donde los linchamientos están aún lejos de haber sido erradicados, al igual que en Bolivia, Perú o Ecuador.

Si el problema ha adquirido tanta relevancia en Argentina ha sido porque se han concentrado muchas agresiones en un corto espacio de tiempo. También, por supuesto, por el temor a que se trate de una manifestación creciente del larvado descontento de sectores de la población, sobre todo clases medias, castigados por la crisis económicas y frustrados por la ineficacia de una policía descoordinada y lastrada y con frecuencia corrupta, sin que el poder político haya sido capaz durante décadas de poner la casa en orden.

Gamello no cree que en Argentina se dé hasta el momento una estrategia de linchamientos definida, sino casos esporádicos, menos organizados que en México, pero en un contexto histórico en el que "las políticas neoliberales retroceden". Se da también "un tema de estatus y de segregación muy importante. Hay un nosotros integrado por sectores de clase media y clase media alta y un ellos de pibes chorros, negros y pibes con gorrita, aunque los pobres también linchan". En definitiva, se produce "la percepción del otro, el diferente, como escoria". Aunque se trate de un jovenzuelo que, quizás sin ningún horizonte vital, roba el bolso a una mujer en la ciudad de Rosario, y lo paga con su vida.

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