El mundo es un volcán

Egipto, Siria, Libia: ¿elecciones para qué?

El guion de la llamada primavera árabe exigía que, al final del camino, una vez eliminados los dictadores, se consolidasen los nuevos regímenes democráticos a través de elecciones libres y multipartidistas. Sin embargo, con la primavera convertida en invierno, con guerras e involuciones por medio, el recurso a las urnas  —si acaso con la única y matizada excepción de Túnez— no hace sino certificar un fracaso histórico.

La pregunta correcta debería ser: ¿son hoy Egipto, Siria o Libia países más libres, prósperos y justos que hace cuatro años, antes de la tormenta? Y en los tres casos, la respuesta es: no.

En Egipto, los recientes comicios, que han asentado en el poder a un general golpista, devuelven el proceso al punto de partida, al control casi absoluto —similar al de la era de Mubarak— por parte de una corrupta casta militar y económica. Peor aún, porque en ese camino de ida y vuelta, se han abierto heridas que costará décadas cerrar: se ha burlado el resultado de unas elecciones libres, se ha ilegalizado y reprimido al partido que las ganó limpiamente, y se ha marginado a los millones de personas que lucharon desde la calle para forzar un cambio de régimen que diera paso a una sociedad más justa y moderna.

Desperdiciada una oportunidad única, implantado el desaliento o el conformismo, debilitada la oposición laica y reprimida la islámica con brutalidad, el país del Nilo, guía tradicional del mundo árabe, vuelve a donde solía: a la pobreza, la desigualdad, la corrupción, la dictadura apenas disfrazada y la dependencia de los intereses estratégicos de Estados Unidos e Israel. Gustase o no el modelo que pretendían implantar los Hermanos Musulmanes, el derrocamiento del presidente Mursi —víctima también de su propia torpeza— suprimió toda esperanza de que la democracia tuviese aún una oportunidad a medio plazo. No obstante, la baja participación, pese a que la apertura de los colegios electorales se amplió de dos a tres días, indica que no hay que confundir la sumisión con la aprobación.

Tampoco en Siria, otro país árabe clave, es posible calificar los recientes comicios como un ejercicio de democracia. Al Asad, como antes su padre, sólo recurre a las urnas cuando está seguro de ganar y sin dar ninguna opción a eventuales contrincantes. En el colmo del cinismo, ha permitido en esta ocasión que se presenten —como en Egipto— otros candidatos, para dar un toque de pluralismo a la farsa, a su predecible y  rotunda victoria. Con el país partido en pedazos, con cerca de 10 millones de desplazados internos y externos, en plena guerra civil que ya se ha cobrado más de 160.000 vidas, votar en libertad era una quimera.

Al Asad es un dictador que no duda en reprimir a su propio pueblo, que no se detiene a pensar en las víctimas civiles a la hora de convertir ciudades enteras en un montón de escombros. En un principio, cuando parecía posible derribarle sin un baño de sangre, esa perspectiva se contempló con la misma esperanza que suscitó la revolución de Tahrir contra Mubarak. Fue un espejismo. Muy pronto, al hacerse evidente que el régimen no caería sin lucha, la revuelta civil degeneró en insurrección armada y en una guerra en toda regla, tan mortífera como las de Irak o Afganistán.

EEUU y sus aliados contemplaron la posibilidad de aplicar en Siria el guion que derribó a Gadafi. Estuvieron a punto de tomar esa decisión cuando se denunció el uso de armas químicas por parte de Al Asad. Pero Obama, con una prudencia que hay que alabarle, se contuvo, por motivos como evitar un choque de trenes con Rusia, por evitar la caída en la misma trampa que enfangó a Bush o porque su modelo bélico, basado cada vez más en el uso de drones, abomina de las costosas acciones militares convencionales, incluso con el liderazgo desde atrásejercido en la operación libia.

Sobre todo, no se dio el paso adelante porque se había llegado a un punto en el que parecía claro que el remedio habría sido peor que la enfermedad. Permitir que presidente sirio siguiese en el poder resultaba preferible a la conquista de éste por una oposición fragmentada en la que llevaban la iniciativa (y la siguen llevando) los grupos radicales islamistas afines a Al Qaeda, el gran Satán para Estados Unidos, el enemigo en el que se encarna la guerra contra el terrorismo islamista lanzada tras el 11-S, hace ya casi 13 años.

Entre dos males, Obama apuesta por el menor: que se mantenga el status quo, que hoy por hoy beneficia a Al Asad, que recupera buena parte del terreno perdido y cuya supervivencia es más verosímil que nunca en los últimos tres años. Es preferible –se piensa en Washington y Jerusalén- que  los yihadistas estén ocupados en Siria a que queden con las manos libres y con medios renovados para continuar su guerra santacontra el imperio de los impíos y contra su odiado aliado estratégico en la zona, Israel.

Éste es el contexto de las recientes elecciones en Egipto y Siria. Elecciones inútiles, sin alternativa, en las que no ha habido posibilidad real de optar entre opciones diferentes, que solo sirven para dar una cierta pátina de legitimidad a regímenes dictatoriales. Aunque con algunas diferencias, el panorama es también desesperanzador de cara a los comicios del próximo día 25 en Libia, donde el derrocamiento de otro dictador con la decisiva ayuda militar occidental, tampoco trajo ni paz ni democracia. Se trata de un escenario marcado por unas instituciones y partidos débiles e inestables, proliferación de señores de la guerra y colapso económico que agrava la dificultad de normalizar la extracción y exportación de petróleo.

Si se vuelve la vista atrás, hasta el discurso de Obama en El Cairo de 2009, que alentó la primavera árabe, sólo cabe deducir que el ambicioso proyecto allí esbozado ha degenerado en un fracaso histórico, que se completa con el callejón sin salida en que se halla el conflicto israelo-palestino, más enquistado que nunca.

Ya pasó el tiempo en los el presidente norteamericano alentaba entre los más crédulos la esperanza de una forma menos indecente de conservar la hegemonía mundial de Estados Unidos, incluso de ejercer un cierto liderazgo moral. Obama ha terminado siendo un presidente norteamericano más, no muy diferente de Bush, incapaz incluso de gestionar con limpieza las herencias envenenadas y sumamente costosas que éste le legó: Irak y Afganistán.

Que se olvide de pasar a la historia por algo más que por su raza. Su único consuelo es que, allá donde Bush mataba las moscas a cañonazos, al precio de unas facturas astronómicas y de miles de bajas propias, él, como si fuera un administrador más que un líder, ha reducido drásticamente los costes económicos y la cifra de bajas propias. Aunque más que mérito propio éste corresponde a los ingenieros que han perfeccionado los aviones sin piloto hasta generalizar su uso y convertirlos en instrumentos asesinas capaces de servir al mismo designio imperialista que antes se defendía con tropas de combate y una mastodóntica maquinaria bélica convencional.

Más Noticias