El mundo es un volcán

Que le den a Obama el Príncipe de Asturias de la Concordia

Por aquello de que "los enemigos de mis enemigos son mis amigos", a Estados Unidos le han salido dos extraños aliados o compañeros de cama: el Irán de los ayatolás y la Siria de Bachar al Asad. Es decir, precisamente los dos regímenes que hasta hace poco eran considerados máximos exponentes del eje del mal y candidatos a recibir un diluvio de bombas made in USA con franquicia israelí.

Parece que han pasado décadas desde que el arsenal químico de Damasco o los supuestos planes militares atómicos de Teherán estuvieron a punto de provocar un devastador ataque de consecuencias potencialmente catastróficas. En ambos casos, esa inquietante posibilidad no se concretó por motivos tan comprensibles como los titubeos de Obama, que dudaba del éxito de la operación y no quería verse atrapado en las mismas trampas bélicas que Bush, aunque tampoco mostraba suficiente habilidad o convicción para eludirlas.

¿Qué habría pasado si Obama hubiese dado esos dos pasos al frente, eliminando toda posibilidad de entendimiento con Irán, convirtiéndole en un enemigo irreconciliable y reduciendo drásticamente a bombazo limpio la capacidad de defensa de Siria? Pues que, con la emergencia del Estado Islámico (EI), un enemigo genuino, encarnación de los peores temores de EEUU, y con cuyo fanatismo ultraviolento caben pocas contemplaciones, se habría alienado la posibilidad de que le plantasen cara con alguna posibilidad de éxito los dos regímenes de la región que, junto al iraquí, tienen más motivos para temer a ese grupo extremista.

Ahora, en cambio, se da la paradoja de que Obama, relegando de momento viejos rencores, se plantea una colaboración encubierta con sus viejos enemigos (suyos y de Israel), hasta el punto de que cada vez está más cercano el día en el que, después de hacerlo en Irak, ordene atacar las posiciones de los islamistas radicales en Siria, lo que tendría como consecuencia inmediata un fortalecimiento del régimen de Al Asad, un gran Satán al que de repente se le han caído los cuernos y ya no parece tan maligno.

Nada como esta crisis revela el profundo fracaso de la política internacional de Obama. Incapaz de gestionar el lastre que le dejó Bush en Irak y Afganistán, cumplió su promesa de sacar a las tropas del primero de estos países y está a punto de completar la retirada del segundo, pero sin dejar atrás algo parecido a la democracia, la paz y la estabilidad política cuya búsqueda sirvió de cínica coartada para ambas invasiones. Aun así, bienvenida sea aquella relativa marcha atrás –hoy en entredicho- que en cierto sentido suponía un mea culpa por aventuras colonialistas resultado de la prepotencia del imperio, y ejemplo de lo que Oliver Stone denunciaba en el documental La historia no contada de Estados Unidos, recientemente emitido por La 2.

Con tres años de perspectiva, suenan a sarcasmo las palabras del presidente norteamericano cuando se completó el repliegue de Irak hace tres años: "Dejamos atrás un país soberano, estable y autosuficiente". Ni lo uno, ni lo otro, ni lo tercero, pero sí lo que era de verdad esa nación con el tirano Sadam Husein al mando, por el que tampoco hay por qué verter una lágrima, pero al que Bush liquidó para eliminar las inexistentes armas de destrucción masiva, desactivar una imaginaria amenaza terrorista, defender los derechos humanos de una población oprimida e implantar la democracia, esa democracia que el actual Gobierno encarna en su desfigurada versión de caricatura. En resumen: cinismo en estado químicamente puro.

La emergencia del Estado Islámico pone brutalmente en evidencia el fracaso de esa política, y muestra la impotencia y ausencia de liderazgo moral de este insólito Premio Nobel de la Paz, que da sobradas pruebas de que cree en la guerra como instrumento político, aunque sea en una versión diferente en algunos aspectos –no tantos- a la de su predecesor.

Se diría que Obama, desconcertado, no sabe por donde tirar, que no da con la fórmula para evitar que Oriente Próximo salte en pedazos —y, peor aún, se escape del control norteamericano— sin verse envuelto en otro conflicto bélico abierto que implique el despliegue de una costosa fuerza de intervención masiva, algo cuya ineficacia quedó más que demostrada con las catastróficas guerras del Bush. Volver a enviar tropas sobre el terreno en cantidades importantes supondría, por añadidura, no ya tan solo forzar la voluntad de una opinión pública norteamericana harta de costosas intervenciones exteriores, sino también volver a un avispero del que es mucho más fácil entrar que, además de admitir una metedura de pata descomunal, de las que dejan huella en la historia.

Por eso, Obama busca ayuda allá donde puede, en una etérea coalición internacional que comparta su seguro desgaste si da el paso al frente, en antiguos enemigos con los que ahora comparte intereses, aunque sea de forma coyuntural. Y mirando hacia otro lado cuando alguna de esas colaboraciones le llega incluso de grupos, como el turco PKK, que figura en su propia lista de organizaciones terroristas, entre otros motivos porque "los enemigos de mis amigos [Turquía en este caso] son mis enemigos".

Entre tanto, Israel ha machacado impunemente a los palestinos en Gaza, sin que Obama haya movido un dedo para evitarlo, desmintiendo sus supuestas buenas intenciones personificadas en los viajes de John Kerry a la región con hechos tan significativos como la entrega de armas y municiones a su privilegiado aliado estratégico en plena operación terrestre en la franja, cuando aún estaba fresca y renovándose día a día la sangre vertida por las bombas del Estado judío.

El Gobierno de Netanyahu, con el respaldo incondicional de EE UU, ve la paja el ojo ajeno sin ver la viga en el propio, se permite el descaro de comparar a Hamás con el EI y de presentarse como garante del "mundo civilizado" frente a la "barbarie islamista", mientras los gazatíes cuentan más de dos millares de muertos, en su inmensa mayoría civiles inocentes, una cuarta parte de ellos niños. Nada diferente de lo que hace Al Asad, que se presenta como una barrera contra el terror implantado por el nuevo califato, mientras el suma y sigue de la contienda civil se acerca a los 200.000 muertos.

Ésta es la pax americana, el resultado de las políticas del pacifista Obama, de un declarado defensor de los derechos humanos que ni siquiera ha sido capaz de cerrar la cárcel de la vergüenza de Guantánamo y que utiliza los aviones no tripulados a escala industrial para, sin ningún tribunal por medio, juzgar, condenar y ejecutar a presuntos terroristas, alguno de ellos con pasaporte estadounidense, con la misma frialdad y desprecio por las víctimas colaterales que es marca de la casa de sus aliados estratégicos israelíes. Eso sí, reduciendo al mínimo las bajas propias.

Irak y Siria corren un grave peligro de desmembrarse, el EI amenaza también a Jordania, la solución al conflicto entre palestinos e israelíes está más lejos que nunca, en Egipto mandan los de siempre (los de antes de la primavera árabe), las milicias tribales campan por sus respetos en Siria y las autoritarias monarquías petroleras árabes siguen sólidamente implantadas y reprimiendo toda muestra de disidencia.

Oriente Próximo es un polvorín. Y la amenaza terrorista sigue latente, amenazando a EE UU y sus colonias aliadas —España incluida—, como si la historia se empeñase en retroceder más de una década.

Por no hablar de Ucrania.

Enhorabuena. Buen trabajo, Mr. Obama. Como ya tiene el Premio Nobel de la Paz, le deseo que le concedan el Príncipe de Asturias de la Concordia. Lástima que haya se lo haya robado esta vez una heroica periodista congoleña y haya que esperar un año, pero seguro que hasta entonces aumentan aún más sus méritos para obtenerlo.

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