El mundo es un volcán

Pánico por Escocia

La publicación de las primeras encuestas que reflejan la posibilidad real de que el sí a la independencia de Escocia se imponga en el referéndum del próximo jueves hace que cobre importancia el estudio de lo que ocurriría a partir del día siguiente a la votación, en el periodo transitorio en el que Londres y Edimburgo tendrá que discutir los detalles para que la ruptura sea lo más armónica y menos dolorosa posible.

La prensa británica desborda estos días de intentos de despejar las dudas que suscitaría la secesión. Uno de los análisis más completos a la par que escuetos es el de The Guardian, que responde con rotundidad o cautela –porque no todo es blanco o negro- a preguntas clave como si Escocia formará parte de la UE, conservará la libra como su moneda, a Isabel II como su reina, si seguirá albergando la base de los submarinos y misiles balísticos Trident con capacidad nuclear, hasta qué punto disfrutará de la renta petrolera de los yacimientos del mar del Norte, y si el disminuido Reino Unido conservará (la respuesta es sí) su condición de miembro permanente y con derecho a veto en el Consejo de Seguridad de la ONU.

Algo se echa en falta en la pieza informativa de The Guardian: que no haya un apartado específico sobre el impacto que la secesión puede tener sobre la ubicación del Reino Unido en la UE, incluso sobre su misma permanencia en la Unión a medio plazo. Sin el Partido Nacional Escocés, se incrementaría el peso relativo de los euroescépticos, ya de por sí determinante para que Londres sea con frecuencia un molesto grano en el trasero del proyecto europeo, que para tener éxito necesitaría unir más y disgregar menos.

Junto a esas cuestiones de Estado, el diario se plantea otras de carácter más de política interna, como si debería dimitir el primer ministro británico, el conservador David Cameron, cuya torpeza es la causa inmediata de este embrollo que hoy le tiene al borde del infarto; o si podrá volver a gobernar alguna vez el Partido Laborista, cuyos solidos apoyos en Escocia –donde los conservadores rozan la irrelevancia- le han sido históricamente vitales para lograr mayorías parlamentarias; o si deberían aplazarse las elecciones de 2015 para evitar el contrasentido de que los escoceses –muy cerca ya por entonces de la formalización total de su independencia- elijan diputados a la unión de la que han decidido separarse.

Si el sí se impone, será la confirmación de un error histórico de Cameron, que se pasó de listo cuando, hace apenas dos años, pudo sumarse a la propuesta del ministro principal escocés, Alex Salmond, de que existiera una tercera opción en el referéndum: la devolution max, es decir, la entrega de más poderes a la región, pero sin llegar a la separación total del Reino Unido. Curiosamente, esa posibilidad –que quizás era el auténtico objetivo de Salmond- es la que el Gobierno y hasta la oposición laborista, presas del pánico, defienden ahora con fervor, enviando a sus líderes a hacer campaña sobre el terreno, en un intento a la desesperada que casi parece un burdo soborno, de evitar una secesión que consideran un desastre.

Puede que ya sea demasiado tarde.

Cameron erró en el cálculo. Poco dispuesto a ceder atribuciones a Escocia, descartó la tercera vía en 2012, convencido por los sondeos de que era imposible el triunfo del sí. Para asegurar el resultado pretendió una consulta rápida, en 2013, pero su oponente le ganó esa mano, al conseguir que se retrasara hasta este 18 de septiembre de 2014, en la confianza de que el tiempo correría a su favor.

Así ha sido, gracias en buena medida al vértigo favorable de la independencia, al temor a las consecuencias de una crisis económica que ha propiciado la política de recortes sociales del Gobierno conservador-liberaldemócrata, y a cuestiones concretas como el temor a la privatización del Sistema Nacional de Salud. La del sí ha sido una campaña en positivo; la del no, en negativo. Una cuestión psicológica pero que quizás sea determinante.

Ya no hay marcha atrás posible. El resultado será vinculante y habrá que pechar con sus consecuencias, pero cuesta creer que, si triunfa el sí, sea capaz el primer ministro de sobrevivir al cataclismo, del que se le consideraría principal responsable, cuestionado como ya estaba además en el seno de su partido.

Cuestión diferente serán las consecuencias externas, el impacto en procesos como el catalán, donde las partes enfrentadas siguen el proceso entre la esperanza y la alarma, según el caso. Lo que lleva a preguntarse por la postura que tomaría el Gobierno español, sea el que sea para entonces, cuando, de ganar el sí, se produzca la segura petición de Edimburgo de integrarse en el club de los 28. El referente a tener en cuenta es Kosovo, Estado desgajado de Serbia que goza de un amplio reconocimiento internacional, pero no el de España, desmarcada en este caso de sus socios comunitarios.

El escocés es un caso muy diferente, incuestionable desde el punto de vista jurídico, ajustado sin fisuras a la ley, fruto de un acuerdo negociado sin acritud entre las partes. Lo contrario que en el caso catalán, donde rigen la intransigencia y el interés partidario. Llegado el momento, Madrid tendría muy difícil poner obstáculos a la adhesión escocesa. Ojalá, debe pensar Rajoy, que no tenga que pronunciarse sobre tan delicada cuestión. Lo que le sitúa en el mismo terreno, el del pánico al sí, por el que transitan estos días su correligionario Cameron, el liberaldemócrata Nick Clegg y el laborista Ed Miliband.

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