El mundo es un volcán

Los matrimonios se rompen, pero el divorcio es para siempre

El suspiro de alivio de David Cameron, que se ha sentido con especial intensidad en La Moncloa, no debería convertirse en un grito de victoria. Tampoco tendría por qué congratularse demasiado por la holgura con la que ha ganado el no a la independencia. El conservador primer ministro ha tenido que emplearse a fondo, llegando hasta la súplica y el llanto —con ayuda incluso del líder de la oposición laborista, Ed Miliband— para arreglar un desaguisado en el que se vio envuelto sin necesidad alguna, por un error de cálculo que por sí solo debería descalificarle para seguir al frente de su partido y del Gobierno.

De no haber existido a última hora la oferta de devolver más poderes a Escocia, el resultado habría podido ser muy diferente, y Cameron sería ahora mismo un cadáver político sin otra opción que irse con el rabo entre las piernas por la puerta trasera del número 10 de Downing Street. De nada le habría servido repetir como un mantra que su nombre no estaba en la papeleta de voto.

Su empecinamiento y su soberbia condujeron el conflicto a una peligrosa encrucijada cuando rechazó –convencido de que el a la secesión no tendría la más mínima oportunidad- la propuesta del propio líder independentista escocés, de una tercera respuesta posible (conocida como devo max) que, sin figurar ayer en las papeletas, que por entonces era la más popular y que, a la postre, se ha impuesto en las urnas tras el pánico de última hora de Cameron. Por eso, la derrota de Alex Salmond, ministro principal y líder del Partido Nacional Escocés, tiene hoy un sabor agridulce, en contraste con el regusto amargo de la victoria del primer ministro.

El tema no está ni mucho menos cerrado. Cameron tiene que cumplir ahora sus promesas y, por extraño que parezca, las dificultades para hacerlo no vendrán de los laboristas sino sobre todo de las propias filas conservadoras. De hecho, en los últimos días de la campaña, ya surgieron en ellas varias voces que se oponen con fuerza a dar más competencias a una Escocia que ya tiene transferidas algunas de las más importantes y que disfruta de ventajas sociales que se envidian desde el resto del Reino Unido, como medicinas y universidades gratuitas.

No hay marcha atrás. Si Inglaterra (o Westminster como se dice por aquellas tierras) no le fallaahora a Escocia, el fantasma de la independencia se alejará al menos a medio plazo, quizás por una generación. En caso contrario, sería muy probable que, dentro de cuatro o cinco años, los escoceses fueran llamados de nuevo a votar en otro referéndum (ahí está el ejemplo de Québec), y esta vez, decepcionados por el incumplimiento de las promesas de Londres, con muchas más opciones para el a la independencia. Eso es lo que tienen los matrimonios, aunque duren 307 años: que siempre pueden romperse, mientras que el divorcio es para siempre (con permiso de Richard Burton y Elizabeth Taylor).

Los mercados financieros habrían recibido con alarma la victoria del no, al igual que la Unión Europea en su conjunto y los Gobiernos en cuyos países existen tendencias secesionistas, como Bélgica, Italia y –de manera muy especial- España. Ahora, las cosas vuelven a su cauce, sin que el caso de Escocia tenga ni mucho menos la misma repercusión que si el resultado del referéndum hubiera sido el opuesto. Así, la opción independentista sigue adelante en Cataluña, con un rumbo que apunta a la colisión, con las dos partes encastilladas en la intransigencia, con una de ellas que rechaza la tercera opción y con la otra empecinada en que el hecho de que la consulta escocesa fuese legal y pactada elimina cualquier paralelismo.

Atrás queda la resolución de los problemas que habría planteado la secesión escocesa (http://blogs.publico.es/elmundo-es-un-volcan/2014/09/12/panico-por-escocia/), como la moneda, el reparto de la deuda pública y de las rentas del petróleo del Mar del Norte, el futuro de la fuerza de submarinos y misiles balísticos Trident con capacidad nuclear, y las posibilidades de que el nuevo país se integrase en la UE. Habría sido impensable que Londres se opusiera a esa demanda, incluso que, por sus propias razones internas, lo hiciese el Gobierno español, siguiendo el guion aplicado en Kosovo. Es más, una Escocia independiente habría podido estar más cerca de la Unión de lo que está ahora mismo, ya que Cameron, para aplacar a un partido conservador mayoritariamente euroescéptico, se ha metido en otro embrollo histórico, al prometer la convocatoria para 2017 de un referéndum para decidir si el Reino Unido permanece o no en el club de los 28.

Para eso debería ganar antes las elecciones de 2015, lo que a día de hoy parece altamente improbable. No que ganen otra vez los tories, sino que él sea el candidato a primer ministro, ya que la torpeza en manejar la apuesta secesionista escocesa se ha sumado al memorial de agravios en manos de los rebeldes de su partido que quieren cortarle su cabeza.

Paradójicamente, que Escocia siga en el redil británico es una mala noticia para los conservadores si se analiza desde el egoísta punto de vista de sus  posibilidades de conservar el poder. Desde los tiempos de Margaret Thatcher, el partido se ha ido deslizando en esa región hasta el límite de la irrelevancia, y hoy tiene un solitario diputado en Westminster (de un total de 59). Por el contrario, la secesión escocesa habría reducido de forma brutal las posibilidades laboristas (muy fuertes allí) de acceder alguna vez el poder en el Reino Unido.

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