El mundo es un volcán

Por qué los hongkoneses no quieren ser como los otros chinos

La fórmula un país, dos sistemas que, por iniciativa de Deng Xiaoping, facilitó en 1997 la devolución de Hong Kong a China, hace posible paradojas como que los europeos puedan viajar sin visado a la ex colonia británica, cuyos habitantes tampoco lo precisan para viajar, por ejemplo, dentro del espacio de Schengen. Por el contrario, sí lo necesitan los chinos que quieran viajar a lo que, técnicamente, es una "región administrativa especial" (la otra es Macao) bajo la soberanía de Pekín.

Los hongkoneses, además, tienen un pasaporte diferenciado, que expide su departamento de inmigración, y una moneda, el dólar de HK cuya cotización respecto a su homónimo norteamericano es fija. Además, en cuanto a los medios de comunicación, Internet y las redes sociales, Hong Kong no se diferencia demasiado de los países occidentales, donde la libertad de acceso y comunicación es la norma, aunque los poderes fácticos ejerzan un control mínimo. En cambio, en el resto del gigante asiático la censura es la tónica dominante.

Una Ley Básica regula el alto nivel de autonomía de Hong Kong y garantiza un sistema político diferente del de Pekín junto a la economía capitalista reinante en ambos. A estas alturas, cuando el capitalismo –incluso en algunos de sus aspectos más salvajes- se ha impuesto sin posibilidad de vuelta atrás en China, es cada vez más el capítulo de la política y las libertades individuales lo que constituye el meollo de la pervivencia de la fórmula un país, dos sistemas.

La revuelta de los estudiantes en las últimas semanas es el principal síntoma en los últimos 17 años de que el modelo no funciona tan bien como debería. Por dos razones: una, porque los hongkoneses –al menos el sector de la población representada por los manifestantes- están muy satisfechos con su status y no quieren someterse a las restricciones que sufren el resto de los chinos; y dos, porque el poder central que ejerce el Partido Comunista Chino no quiere renunciar al derecho a liquidar lo que, a fin de cuentas, es una anomalía o, cuando menos, un mal ejemplo.

Con  este planteamiento, cabría deducir que la pugna que se vive desde hace semanas en Hong Kong es un enfrentamiento clásico entre dictadura y democracia. Pero las cosas no son tan sencillas, y la actitud en Occidente ante las protestas, sobre todo la reacción del Reino Unido, está teñida por un velo de hipocresía que olvida que, bajo el dominio británico, la entonces  colonia no tuvo ni remotamente, por la oposición rotunda de Londres, algo parecido a un sistema democrático, que tan solo se empezó a construir cuando la devolución a Pekín ya era inexorable. Por no hablar de que ni en Hong Kong ni en el resto de China tiene el sistema de libertades políticas arraigo histórico suficiente como para convertirse ya en la máxima prioridad, no ya de sus gobernantes, sino incluso de la mayoría de la población.

Si durante décadas el esfuerzo se centró en combatir el hambre física en el continente (una épica batalla ganada por Mao Zedong), luego se trasladó a la modernización económica de tipo capitalista, que de forma inexorable está transformando la sociedad. Un cambio, impulsado por el pragmatismo de Deng Xiaoping, que convirtió el carácter comunista del régimen (que sobrevive en la terminología oficial) en algo limitado a la estructura centralista del poder y al control de todos sus resortes por el Partido.

Si se preguntase en una encuesta con garantías de no manipulación cuáles son las prioridades de los 1.350 millones de chinos, el resultado sorprendería a quienes, desde Occidente, piensan que se consideran un pueblo oprimido que, solo por miedo, no lucha por su libertad. La realidad es muy diferente: los resultados del sondeo apuntarían con gran probabilidad a que reconocen y aprecian el espectacular aumento del nivel de vida de las últimas décadas, la salida de una economía de subsistencia de centenares de millones de agricultores que han emigrado a las grandes ciudades, al tiempo que aspiran a disponer-si aún no los tienen- de los principales signos externos de prosperidad, desde un Smartphone a un iPad, un automóvil... o un visado para Hong Kong. Y su descontento se centraría en los obstáculos para el asentamiento legal en las ciudades, la corrupción rampante, la destrucción del medio ambiente, la dificultad en el acceso a una vivienda digna y el deterioro o insufrible carestía de la educación y sanidad.

Todos esos problemas no son precisamente los que un sistema democrático garantiza de forma automática o habitual, y no hay que mirar muy lejos para comprobarlo. En contra de la imagen que se ha vendido al mundo eran cuestiones como éstas –y sobre todo la denuncia de la corrupción- las que alentaron hace 25 años la revuelta de Tiananmen, brutalmente reprimida por Deng.

Pensar en una China democrática no es una quimera, pero no está en el horizonte visible. No es ni para hoy, ni para mañana ni para pasado mañana. En todo caso, sería una democracia a la china, resultado de una expresión mayoritaria de la población y consecuencia de un proceso teledirigido desde el poder, estimulado por los profundos cambios sociales y económicos, y controlado por el poder central en cada una de sus etapas para evitar perturbaciones que obstaculizasen alcanzar el objetivo prioritario de convertir al país en la primera potencia económica mundial. Cualquier intento de cambiar el paso o acelerar la marcha sería muy probablemente reprimido con dureza.

En Hong Kong, donde el punto de partida es muy diferente, las reformas democráticas tienen más apoyo, sobre todo en los sectores más jóvenes e instruidos de la población. Las libertades políticas, la posibilidad de elegir a los dirigentes por sufragio universal y sin las limitaciones que pretende imponer por Pekín, se presentan, ante todo, como un símbolo de diferenciación con la otra China, la expresión de lo genuinamente hongkonés, de un espíritu de modernización y progreso liberal y sin restricciones que se asocia más al sistema político vigente en la mayor parte de Occidente que al que aún defiende el Comité Permanente del Politburó del Partido Comunista. De ahí la revuelta cuando Pekín anunció en agosto un cambio en las reglas del juego para las elecciones de 2017.

Sin embargo, una vez despojado el debate de los perfiles emocionales que ilustra el movimiento Ocuppy Central, lo que queda como más relevante es que Pekín, en buena medida, pretende incumplir en la práctica los compromisos que  condujeron a la recuperación de la colonia británica en 1997. Entre otras cosas, implicaban que las elecciones de 2017 serían ya por sufragio universal. La pretensión anunciada en agosto de aplicar ese criterio, pero impidiendo la libre presentación de candidatos, fiándolo al filtro del poder central, es un ataque frontal al modelo un país, dos sistemas que ha funcionadohasta ahora, con beneficios apreciables tanto para Hong Kong como para China. Porque al régimen formalmente comunista le viene muy bien la preservación de un potente centro financiero abierto al mundo, y con sus leyes propias, que es un complemento, más que un competidor, del que se ha configurado en Shanghai, además de una vía de salida para una parte sustancial de su comercio.

El problema, si acaso, estriba en que Pekín confiaba en que, con el paso del tiempo, la convergencia entre la antigua colonia y el resto del país tendiese hacia la uniformidad y, desde ésta, a una unificación por la vía de los hechos, no lo de la confrontación, lo que no ha ocurrido. Los dos entes, pese a los cambios en el continente, siguen conservando sus características genuinas y, para los hongkoneses, persisten las distancias que les reafirman en su deseo de seguir siendo unos chinos diferentes.

Comparar estos sucesos con los de hace 25 años en Tiananmen es absurdo, tanto por su menor trascendencia como por la actitud de Pekín que, hasta ahora, ha dejado la gestión de la crisis en manos de las autoridades locales, que han abierto una vía al diálogo que, sin variar las coordenadas principales, podría dejar a ambas partes una salida honrosa. Sin menospreciar el riesgo de un puñetazo en la mesa para reafirmar su autoridad, al poder central chino no le interesa una solución violenta, nique la crisis se cierre con la quiebra de la fórmula un país, dos sistemas, la misma con la que se intenta seducir a Taiwán.

En la isla rebelde, independiente de hecho aunque con escaso reconocimiento exterior, se siguen con lupa los acontecimientos de Hong Kong. La reunificación no es allí una perspectiva verosímil a corto, ni siquiera a medio plazo, pero ese objetivo nacional de Pekín se alejaría aún más si en Hong Kong se reflejase la intransigencia china a lidiar con la diferencia.

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