El mundo es un volcán

¿Ucrania en la OTAN? Una pésima idea

La crisis de Ucrania ha degenerado como consecuencia de una secuencia de hechos consumados que recuerdan la dinámica de la Guerra Fría:

1.- La revuelta del Maidan en Kíev, estimulada por Estados Unidos y la Unión Europea, derriba el Gobierno ucraniano democráticamente elegido cuando éste, alentado por Moscú, apuesta por la Unión Euroasiática que promueve Rusia, en detrimento de una estrecha asociación con la UE.

2.- Vladímir Putin recupera por la fuerza, aunque sin disparar apenas un tiro, la península de Crimea, regalada a Ucrania en tiempos soviéticos por Nikita Jruschov, sede de la flota rusa del Mar Negro y con la mayoría de su población de idioma y origen ruso.

3.- Occidente impone sanciones a Rusia, que replica con contramedidas y amenaza con utilizar el arma energética, con la que puede hacer pasar frío a más de media Europa.

4.- Rusia apoya la insurrección de buena parte de las regiones rusófonas del Este y el Sur de Ucrania contra las nuevas autoridades de Kíev, legitimadas entre tanto para Occidente con unas elecciones libres, pero solo en las zonas que controla. Los defensores del antiguo régimen son borrados del mapa. El ex presidente Yanukóvich huye primero a Donetsk y luego a Rusia.

5.- La situación degenera en una guerra abierta que causa más de 5.000 muertos y centenares de miles de desplazados, y en la que la participación rusa es notoria, aunque encubierta.

6.- Occidente aprueba nuevas sanciones a Rusia, que se encastilla en torno a Putin (cuya popularidad se consolida) pero que, unidas al impacto de la estrepitosa bajada del precio del petróleo, sumen al país en una crisis económica sin precedentes desde 1998.

7.- Putin acusa a los "enemigos del ayer" de erigir "un nuevo telón de acero" y de ser cada vez "más agresivos". Señala que la eventual ampliación de la OTAN y el posible despliegue por Estados Unidos de un sistema antimisiles en Europa serían consideradas amenazas a la seguridad nacional rusa. ... Y recuerda que aún dispone de un temible arsenal nuclear.

8.- El Parlamento de Ucrania renuncia al estatuto de país no alineado (consagrado en la Constitución de 2010), a causa de lo que considera agresión militar rusa, y en base a la necesidad de contar con "garantías de independencia, seguridad nacional e integridad territorial". Se queda a un paso de la solicitud formal de ingresar en la OTAN.

¿Ucrania en la OTAN? Una pésima idea. Supondría dinamitar los puentes para facilitar un compromiso, cruzar la última de las líneas rojas trazadas por Moscú desde que la Unión Soviética explotó en 15 pedazos en 1991. Las anteriores se saltaron con sorprendente facilidad: primero con los países satélites del centro y el Este de Europa (Polonia, Rumanía, Hungría...) y, luego, con los tres bálticos (Letonia, Estonia y Lituania) que incluso formaban parte de la URSS. Pese a que el Pacto de Varsovia se disolvió, todos ellos se integraron en las dos grandes organizaciones occidentales: la económica y política (UE) y la militar (OTAN).

Cuando se habla del "expansionismo ruso" convendría recordar que la auténtica y descomunal expansión desde la caída del Muro de Berlín hace 25 años no ha sido de Rusia hacia el Oeste, sino justo la de sentido contrario, con la ampliación de la UE y la OTAN hacia el Este que formaba parte de la esfera de influencia de Moscú, donde la impresión de cerco exterior no ha dejado de crecer desde entonces. Bien es cierto que esos países han cambiado de bando de forma voluntaria y entusiasta, lo que refleja la torpeza con la que se ejerció el poder soviético.

Una Rusia debilitada hasta la irrelevancia política y económica se tragó entonces ese sapo entre la rabia y la frustración, lo que facilitó primero el acceso y luego la consolidación del liderazgo autocrático y con mano de hierro de Vladímir Putin. Éste contó con el viento a favor a causa del despegue económico y el consiguiente aumento del nivel de vida propiciados por los altos precios del monocultivo energético. Quedaba claro que el nuevo zar no soportaría más humillaciones y que intentaría recuperar parte al menos de la influencia perdida en el antiguo espacio imperial ruso.

La última prueba del fuego, la definitiva línea roja, se localizaba en esta ocasión en Ucrania, la tierra eslava en la que el Estado ruso rastrea sus orígenes y con la que, ya desde los tiempos zaristas, se ha sentido identificada.

Hace apenas 10 años, todavía la percepción de formar parte de un tronco y una identidad comunes se hallaba muy extendida también en Ucrania, con la notable excepción de la zona occidental (capital Lvov), de historia más compleja y fisonomía más europea, en la que el idioma ruso solo era empleado ya entonces por una mínima parte de la población. Sin embargo, en el conjunto del país, el sentimiento más compartido era que el acercamiento a Occidente promovido por el deseo de prosperidad económica y de una sociedad más abierta era compatible con la relación privilegiada con una Rusia en la que aún se veía como el pariente cercano con el que se podían tener serias diferencias pero con el que los estrechos lazos de sangre obligaban a llevarse bien.

La situación ha cambiado, pero no tanto. Y si existe todavía alguna posibilidad, por pequeña que sea, de alcanzar un acuerdo que mantenga como parte de Ucrania a las regiones en guerra (Crimea es ya caso cerrado, por muy ilegal que sea su anexión), tal opción se desvanecería si Kíev culminara su proceso de adhesión a la OTAN y se integrase como miembro de pleno derecho, cubierto por tanto por su paraguas de seguridad y su garantía de defensa.

No es una perspectiva inmediata pero, si Ucrania diese por fin ese paso, la partición del país sería poco menos que irreversible, y la línea del frente del conflicto seguiría en ese punto clave de Europa el trazado de aquel otro Telón de Acero de funesto recuerdo. No sería ya, como en el pasado, una frontera ideológica que separase un bloque comunista y otro capitalista, sino una básicamente estratégica, y tan sólidamente implantada que su demolición podría llevar décadas. Ahí está el precedente de una iniciativa similar de Georgia que, en 2008, estuvo en buena medida en el origen del apoyo ruso a la secesión de Osetia del Sur, cuya independencia ha reconocido Moscú y que, en la práctica (como Abjazia), es una provincia más de Rusia.

Contar con la ruina económica que amenaza a Rusia por las sanciones y la caída del precio del crudo, especular con que Putin se vea obligado a ceder por la presión de una población que no quiere volver al empobrecimiento y el caos de la era de Borís Yeltsin, es una apuesta muy arriesgada, jugar con fuego. Supone ignorar la profundidad de la herida que Occidente ha causado entre una población que no olvida los años de la humillación y que hoy ha recuperado el orgullo, aunque no todas las libertades. Implica también otorgar un peso superior al que tiene en la realidad la sociedad civil rusa atraída por el modelo político occidental.

Lo razonable sería que EE UU y la UE comprendieran que Rusia tiene también en el conflicto intereses legítimos, y que actuasen en consecuencia, con más zanahoria que palo. Habría que encontrar el punto de equilibrio que no dejase ni vencedores ni vencidos, que restaurase la unidad de Ucrania sobre nuevas bases constitucionales (aunque lamentablemente sin Crimea) y que este país se olvidase de entrar en la Alianza Atlántica. Esa sería una pésima idea, un punto de no retorno, con el el perderíamos todos.

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