El mundo es un volcán

Desigualdad: el desfile de la vergüenza

(Esta columna es continuación de la publicada hace una semana).

En Somos el 99% (Capitán Swing), David Graeber recurre a un curioso concepto estadístico que ideó el holandés Jan Pen para ilustrar la tragedia y la vergüenza de la desigualdad  que marca hoy como nunca la realidad social y económica. Se trata de un desfile imaginario en el que, durante una hora, participa la totalidad de la población de un país. Comienzan los más pobres y terminan los más ricos. La estatura que se atribuye a cada uno es proporcional a sus ingresos en el último año (no se tiene en cuenta la riqueza acumulada).

El ejemplo recogido en el libro se refiere a un país del Primer Mundo, el Reino Unido. Por supuesto, las diferencias serían aún más abismales si la marcha incluyera a la totalidad de la población del planeta, donde unos nueve millones de personas mueren de hambre al año y centenares de millones más sobreviven en condiciones dramáticas con ingresos inferiores a un euro al día.

 

Minutos del 0 al 6: desfilan seres diminutos, de menos de 30 centímetros de altura. Los más pobres entre los pobres. Ganan menos de 4.500 libras al año.

Minuto 15: pasan camareros, dependientes y otros trabajadores que miden menos de 90 centímetros. Les siguen obreros y camioneros que no pasan de 1,30 metros. Son quizás el grupo más numeroso.

Minuto 40: Comienzan a desfilar personas de estatura normal, en torno a 1,70, con una renta media de unas 25.000 libras.

Minuto 50: Entran en escena abogados, médicos, economistas e ingenieros de más de 3 metros de estatura.

Minuto 55: Desfilan cirujanos, abogados de empresa, ejecutivos de publicidad. Todos ellos miden más de 4,5 metros.

Minuto 55 y 30 segundos: Aparecen supermodelos como Kate Moss (5,7 millones de libras anuales), magnates como Rupert Murdoch (18,7), futbolistas como David Beckham (28,7 y 2,3 kilómetros de estatura), estrellas del mundo del espectáculo como Simon Cowell (57 millones y 4,6 kilómetros).

Minuto 55 y 59 segundos: Es la hora de Chris Rokos, fundador de Brevan Howard Asset Management (100 millones y 8,1 kilómetros de alto) y David Harding, de Winton Capital Management (390 millones, 31,6 kilómetros).

Minuto 55, 59 segundos y 9 décimas: Cierra el desfile Alan Howard, el gran gestor de fondos de inversión. Tiene unos ingresos de 400 millones de libras, mide 32,4 kilómetros de estatura. Un avión a la altitud de crucero apenas le llega al muslo; su cabeza está en la estratosfera.

 

¿Es justo que Bill Gates sea tan rico?

Por otra parte, en El problema de los supermillonarios (también en Capitán Swing), Linda McQuaig y Neil Brooks dedican un capítulo a demostrar que, cualquiera que sea la vara de medir, incluso en un sistema altamente competitivo y ferozmente capitalista, nunca podrá considerarse justo que el magnate de la informática Bill Gates  haya acumulado una fortuna de 40.000 millones de euros, aunque lo haya conseguido sin violar la ley, haya creado decenas de miles de empleos y dedique miles de millones a causas sociales y humanitarias.

Los autores no ponen el énfasis en las cuestiones morales, aunque es obvio que consideran obscena cualquier acumulación tan desmedida de riqueza. Sin embargo, su argumentación es más sutil y pragmática: consiste en explicar que Gates ha capitalizado en provecho propio, y sin pagar apenas por ello, un acervo colectivo. Eso sí, con mucha suerte, habilidad, utilización de recursos públicos, cierta falta de escrúpulos y un prodigioso sentido del negocio.

McQuaig y Brooks cuestionan incluso que Gates fuese el auténtico inventor del sistema operativo que le ha hecho multimillonario, e insinúan que ese honor debería recaer más bien en Gary Kidall, aunque sostienen que el ordenador personal "fue el resultado de una serie de desarrollos tecnológicos que se remontan a décadas o tal vez siglos atrás". Recuerdan además que casi toda la investigación inicial se pagó con dinero público.

Está claro, señalan, que el PC se habría inventado con y sin Gates, y quizás sin él "la revolución informática habría discurrido por caminos menos comerciales". Citan una frase de Isaac Newton que reconoce la deuda que muchos gigantes de la ciencia contrajeron con sus predecesores: "Si yo he visto un poco más allá es porque estoy subido a hombros de gigantes". Lo mismo hizo Gates, aunque él haya terminado llevándose todo el mérito... y la parte del león de los beneficios.

El hecho, afirman McQuaig y Brooks, es que cualquiera que, como Gates, sea capaz de crear un producto ligeramente novedoso capaz de conquistar el mercado global se hará con una desproporcionada parte del pastel. Lo que lleva a la esencia del problema: ya que el sistema capitalista no tiene la voluntad de frenar esa acumulación disparatada de riqueza, al menos debería establecer mecanismos eficaces para que la sociedad recuperase una parte sustancial de ese dividendo en forma de elevados impuestos a las grandes fortunas.

Sería una forma de hacerles pagar la deuda contraída por el uso en provecho propio y de forma gratuita de unos instrumentos que no le pertenecen (no más que a cualquier otro ciudadano), un volumen de conocimiento acumulado gracias al esfuerzo de muchas mentes brillantes a lo largo de los tiempos. Citando a Hobhouse, los autores señalan: "La tributación no debería verse como una retribución, sino más bien como una justa compensación".

Por el contrario, la reacción de la mayoría de los multimillonarios (no es exactamente el caso de Gates) suele consistir en levantar la bandera de combate cuando un Gobierno se atreve a amenazarles con elevar los impuestos. "Ataque a la libertad de empresa", "Estímulo para la huida al extranjero de los creadores de riqueza",  "Amenaza al mantenimiento y creación de empleo", "Golpe a la economía de mercado", "Izquierdismo de la época anterior a la caída del comunismo" o "Receta para la decadencia económica" son algunos de los espantajos que se exhiben en esos casos. Los más ricos entre los más ricos, los que no podrían gastarse su fortuna aunque vivieran 10.000 años, disfrazan de patriotismo lo que no es sino codicia químicamente pura.

McQuaig y Brooks titulan así el capítulo dedicado al magnate de la informática: Por qué Bill Gates no merece su fortuna. Sin embargo, sus dardos más acerados los lanzan en el siguiente: Por qué otros supermillonarios la merecen aún menos. La explicación es sencilla: al menos Gates ha puesto en el mercado algo que la gente necesitaba y demandaba, que tiene que ver con la economía real, el desarrollo científico y el progreso. No es el ese el caso, por el contrario, de los codiciosos especuladores sin escrúpulos que contribuyeron a sumir a Estados Unidos –y de rebote a casi todo el resto del mundo- en una depresión sin precedentes desde la de 1929. Y que se fueron de rositas.

Son tipos como John Paulson, gestor de fondos de alto riesgo, que apostó por el hundimiento del mercado inmobiliario para sacar un rendimiento de ciento por uno y se embolsó 1.000 millones de dólares de fondos públicos cuando el Gobierno intervino para cubrir los compromisos de la aseguradora AIG y evitar así su quiebra al costo total para el erario público de 170.000 millones, de los que 14.000 millones fueron a las arcas de Goldman Sachs, una de las principales empresas responsables del desastre, que actuó de forma coordinada con Paulson. O como Joseph Cassano, ex director de productos financieros de AIG, con un papel clave en la venta de seguros tóxicos sobre inversiones. O como Sanford I. Weill, ex presidente de Citigroup, que contribuyó a "debilitar la supervisión regulatoria de los mercados financieros, lo que permitió que Wall Street se convirtiera en un enorme casino".

Todos ellos forman parte de ese 1%, incluso del 0,1% que, con los Gobiernos cruzados de brazos, se hace de oro a costa del restante 99%, al que se diría que solo le queda el recurso del pataleo, ya sea en la puerta del Sol madrileña, en la plaza Sintagma de Atenas o en el parque Zuccotti de Nueva York, cuna del movimiento Occupy Wall Street.

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