El mundo es un volcán

Referéndum británico sobre la Unión Europea: cuanto antes, mejor

"Mi Gobierno renegociará la relación del Reino Unido con la Unión Europea y perseguirá la reforma de la Unión Europea para beneficio de todos los Estados miembros. En paralelo, se introducirá una legislación temprana para que se celebre un referéndum de entrada/salida [ìn/out] sobre la pertenencia a la Unión Europea antes del final de 2017".

(David Cameron, por boca de la reina Isabel II, ante los parlamentarios de las dos Cámaras, el 27 de mayo de 2015)

¿Debería el Reino Unido permanecer como miembro de la Unión Europea?

(Pregunta que se someterá a los británicos en el referéndum)

Se equivoca quien piense que el reciente triunfo por mayoría absoluta de David Cameron acerca la posibilidad de que el Reino Unido abandone la UE Europea, el temido Brexit. Es cierto que el primer ministro británico se comprometió a convocar un referéndum sobre la cuestión antes de que terminase 2017, pero no lo hizo porque él mismo sea un euroescéptico decidido a pasar a la historia como el gobernante que sacó a su país de la UE, sino por cálculo electoral y en defensa de su propio liderazgo. Su objetivo era responder al ascenso -que hace un par de años era alarmante- del independentista UKIP y al acoso de buena parte de su propio partido hostil a Europa de forma visceral.

Hoy, la posición de Cameron es muy diferente, gobierna sin necesidad de aliados externos y puede programar sin agobios una estrategia que le permita llegar a la consulta popular con una propuesta de continuidad en la Unión que alcance un respaldo rotundo capaz de enterrar la cuestión, si no de forma definitiva, sí al menos durante una generación. Es más: cobra ya fuerza la idea de que no conviene agotar el plazo para el referéndum, anunciado el miércoles de forma solemne en el discurso de la Reina y cuyo proyecto de ley fue presentado ayer en los Comunes. Cuanto antes se celebre, mejor para todos. Hay tiempo de sobra por delante. Una buena fecha, que ya ha saltado al debate político y mediático, sería otoño de 2016.

Con voluntad política, ese adelanto de más de un año es perfectamente posible. A nadie le interesa prolongar más allá de lo imprescindible una incertidumbre llena de riesgos. Ni a Cameron, que debería concentrarse en consolidar la todavía incipiente recuperación económica, ni a buena parte de sus socios comunitarios, empezando por Angela Merkel y François Hollande, que se enfrentarán en 2017 a sus propias citas con las urnas, especialmente comprometida en el caso del presidente francés.

Será un camino lleno de obstáculos, pero no insalvables. En el lado continental del canal de La Mancha, a Cameron le conviene convencer a sus socios de que no hace falta más Europa, de que deben ceder lo suficiente para que los votantes británicos crean que su primer ministro ha logrado cambiar de forma sustancial la relación con la UE, para hacerla menos estrecha y salvaguardar la singularidad británica. Desde la orilla insular, el primer ministro tendrá que capitalizar sus logros en la mesa negociadora para forjar una alianza a favor del que solo excluya al UKIP y que debilite a los euroescépticos conservadores. Eso no garantiza una mayoría abrumadora, porque las reticencias hacia la UE están muy arraigadas en la población, la prensa y el partido en el poder. Pero de aquí a la consulta, las cosas pueden cambiar mucho, sobre todo si Cameron, ya líder indiscutido del Gobierno y de su partido, presenta un paquete de mejoras con un bonito envoltorio, aunque no revolucionen el modelo de integración británica en Europa.

¿El escenario ideal? Un win win. Que todos ganen y nadie pierda, ni el Reino Unido ni el resto de la UE, aunque el resultado del proceso sea una cierta desaceleración del proceso de construcción europea. Siempre que el precio que exija Londres no sea desmesurado, se tiende a pensar que sería mejor una UE menos cohesionada que privada de uno de sus países pivote. A nivel interno británico, ni siquiera saldría perdiendo el UKIP, que podría capitalizar un voto del no que pese a todo sería considerable. Y no se descarta que, al final de tanta polémica, todo siga casi igual, aunque se quiera dar la impresión de que cambia de forma radical. Como se ve la ajada frase lampedusiana es ya como una navaja suiza multiuso que sirve lo mismo para un roto que para un descosido.

El maratón negociador ya está en marcha. Cameron inició ayer mismo un periplo con escalas en La Haya, París, Varsovia y Berlín. Madrid no figura en esta primera ronda. En pocos meses, habrá explicado sus razones a la totalidad de los Gobiernos de la Unión.

Cada parte defiende sus intereses pero quizás, sobre todo, lo que más les importe sea salvar la cara. Hay líneas rojas en la UE, y una de ellas –recalcada en las últimas semanas- es que cualquier modificación de los tratados que pudiera provocar referendos en otros países debe quedar excluida. Sólo faltaría que un eventual compromiso con Londres se estrellase en las urnas, como ocurrió con el inefable proyecto de Constitución europea, y que fuese peor el remedio que la enfermedad.

La UE tiene tras de sí una larga historia de bizantinos equilibrios diplomáticos y de crisis insalvables que a última hora se resuelven como por arte de mágica. A la postre, la cuestión se reduce a que ninguna de las dos partes tense tanto la cuerda que esta se rompa, pero Londres no puede pretender que para satisfacer sus aspiraciones cambie en lo sustancial el multinacional, aunque ahora debilitado, proyecto europeo.

Si fuerza demasiado la máquina, si llega a algo parecido a un ultimátum, el Reino Unido podría encontrarse con la desagradable sorpresa de que los otros 27 socios prefieren que abandone el club europeo antes que ceder a unas exigencias. Sería una perspectiva contraria a los deseos de Cameron, que perjudicaría más a su país que al resto de Europa, y de potenciales efectos internos devastadores.

Una de sus primeras consecuencias podría ser que el Partido Nacional Escocés, que ha arrasado en las elecciones y que es abiertamente proeuropeo, convocase un segundo referéndum independentista, no ya tan solo para separarse del resto del Reino Unidos, sino también para continuar en la UE. Y esta vez con fuertes probabilidades de ganarlo.

Tampoco hay que dramatizar en exceso las consecuencias del Brexit. No sería tanta en la práctica la diferencia entre un Reino Unido en la UE poniendo piedras en las ruedas de la construcción europea, y uno fuera pero estrechamente asociado, de la misma forma que Noruega, Suiza o Islandia, asumiendo buena parte del acervo comunitario y formando parte del Espacio Económico Europeo. Eso sí, tendría un fuerte impacto psicológico en una Unión que pasa por sus horas más bajas y soporta otras tensiones centrífugas, como las procedentes de Grecia.

La pelota ya está en juego. Cameron viajó ya la semana pasada a la cumbre de Riga para empezar a mostrar sus cartas, tras anunciar medidas que, en sus propias palabras pretenden "hacer menos atractivo" su país para la inmigración ilegal, un aspecto recogido por supuesto en el discurso de la Reina. Sin romper de iure el sacrosanto principio de la libre circulación de las personas (a la que el resto de la Unión no está dispuesto a renunciar), se dificultará el acceso a los beneficios sociales y se podrá castigar, incluso penalmente, a los "trabajadores indocumentados" y sus empleadores, sin excluir a los comunitarios turistas o estudiantes con visado caducado.

Cameron necesita logros de cierto calado que refuercen el papel del Reino Unido en la UE, nacionalicen sus atribuciones en aspectos esenciales, le reconozcan el derecho a quedar al margen de aspectos de la construcción europea que considere perjudiciales, protejan sus intereses económicos, y no le cuelguen el sambenito de hereje o apestado por no pertenecer a una zona euro de la que cada vez resulta más anómalo quedar excluido.

Otro campo de batalla es el de la dependencia de los tribunales británicos respecto a la Corte Europea de Derechos Humanos, que viene de 1998, con los laboristas en el poder. Aquí Cameron no solo afronta la oposición liberaldemócrata, sino también la del Ejecutivo nacionalista escocés, muy reforzado en los últimos comicios y que podría no reconocer una nueva ley de Derechos Humanos que afectaría a la adecuación entre la legislación británica y la comunitaria. En el discurso de la Reina, el primer ministro dio una inesperada muestra de flexibilidad al evitar la palabra "medidas" y utilizar la de "propuestas", lo que deja amplio margen a la negociación.

Cameron tiene mucho tiempo por delante para negociar con Bruselas un nuevo contrato británico, pero más tiempo, no siempre significa más probabilidades de alcanzar un buen acuerdo. A veces ocurre justo lo contrario y, como no hay prisa, se cede la tentación de alargar las discusiones, con lo que se malgastan esfuerzos que podrían emplearse con mejor fin: convencer a los británicos de que dentro de la Unión Europea no son menos libres, sino más fuertes y prósperos. Por todo eso, no hay por qué esperar a finales de 2017. Lo dicho: cuanto antes, mejor.

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