El mundo es un volcán

EE UU y Rusia se muestran las garras a cuenta de Ucrania

Un cuarto de siglo largo después de la caída del Muro de Berlín, vuelven a soplar vientos de Guerra Fría. La culpa es de Ucrania, donde los intereses rusos y occidentales vuelven a chocar como antaño, en una agria disputa de áreas de influencia, aunque se haya reducido drásticamente la distancia entre los respectivos modelos económicos y sociales. El último síntoma de calentamiento ha llegado con la confirmación de que Estados Unidos desplegará centenares de tanques y otros vehículos militares en algunos de los países que se sienten amenazados por Moscú: los tres bálticos de la antigua URRS (Lituania, Letonia y Estonia), así como tres antiguos satélites soviéticos (Rumanía, Bulgaria y Polonia).

Hay mucho de farol y de bravata, más ruido que nueces, en este desafío de gallos. No existe un riesgo real de enfrentamiento. Ni siquiera de una guerra híbrida como la de Ucrania, que arranque del levantamiento espontáneo de grupos que se sientan discriminados, como las importantes minorías de origen ruso en Letonia y Estonia (en torno al 25%), y prosiga con la infiltración desde Rusia de combatientes irregulares y el suministro de medios de transporte, armamento y ayuda logística y alimentaria.

Todos esos Estados que ahora se verán reforzados como prueba del compromiso solidario de Estados Unidos son miembros de la OTAN, donde rige el principio de defensa mutua. Si uno de ellos es atacado, la organización en su conjunto está obligada a acudir al rescate. Y difícilmente abjuraría de ese compromiso por el hecho de que la agresión no fuese convencional sino híbrida.

Por eso, el anuncio norteamericano es, antes que nada, una exhibición de fuerza convertida en instrumento político, en advertencia a Moscú. Y otro tanto cabe decir de la respuesta del Kremlin, consistente en el anuncio de próxima incorporación a su arsenal nuclear de 40 nuevos cohetes intercontinentales de última generación capaces de superar cualquier sistema antimisiles actualmente en funcionamiento. Un despliegue que, en otras circunstancias, podría tomarse como el rutinario relevo de armas similares ya obsoletas, algo permitido por el tratado START, vigente aún entre las dos superpotencias, y que se viene respetando sin mayores incidencias.

Entre tanto, prosigue en el Este de Ucrania una tregua que cada vez se parece más a un statu quo permanente y que, en el fondo, beneficia a Rusia. La anexión de Crimea se ve ya como irreversible. Ni siquiera es ya objeto de auténtica reivindicación, ni en Bruselas, ni en Washington ni en Kíev. Hecho consumado. Batalla perdida. En cuanto al conflicto que sigue vivo, y que se ha cobrado unas 6.500 vidas, cada día que pasa sin que se avance hacia una solución negociada constituye un paso más en la consolidación de una situación que apunta a convertir la región en un protectorado ruso similar al Trandsniéster moldavo o a las Abjazia y Osetia del Sur georgianas.

¿Otro hecho consumado? El tiempo juega a favor de Vladímir Putin, que solo tiene que sentarse a esperar a que el enemigo dé el siguiente paso para actuar en consecuencia. Si es militar, tiene voluntad y medios de sobra para conjurar la amenaza e incluso ampliar el dominio territorial de sus protegidos. La airada pero tibia respuesta occidental y las sanciones económicas a Rusia, renovadas esta misma semana, no tienen entidad suficiente para torcer la voluntad de Putin. El presidente ruso ha dicho basta al desafío que ha supuesto el salto de la última línea roja trazada por Moscú cuando la URSS saltó en pedazos.

La frustración rusa es cuando menos comprensible: una a una, como fichas de dominó, los antiguos países satélites e incluso las repúblicas bálticas exsoviéticas se separaron de la madrastra patria para echarse sin condicione en brazos de la Unión Europea y la OTAN. Fue un cataclismo que no se explica tan solo por el acoso occidental a Rusia para esquilmarla y reducirla a la irrelevancia aprovechando su momento de máxima debilidad. Ocurrió también porque el imperio comunista, tan eficaz para someter a otros pueblos, fracasó de forma estrepitosa a la hora de convencerlos y seducirlos. Este es un hecho indiscutible, más allá de cualquier consideración sobre si la desaparición de la alternativa militar e ideológica al imperio norteamericano fue un cataclismo necesario o una catástrofe que está detrás de muchos de los desastres que estaban por llegar y que aún marcan el frágil equilibrio planetario y el aumento escandaloso de la desigualdad.

Pero, ¿y Ucrania? Ah, la Ucrania eslava cuyo nombre significa frontera era un caso especial. Tanto que la situación previa a la llamada revolución del Maidan, emanación de unas elecciones cuya legitimidad nadie puso en duda, mostraba un Gobierno que, en la disyuntiva de firmar un acuerdo de asociación con la UE o con Rusia, optó por el país hermano con el comparte una historia milenaria y en el que ve el origen de su propia existencia como Estado.

Una revuelta popular estimulada por Occidente e infiltrada por elementos antirrusos reaccionarios y ultraderechistas, junto a errores garrafales e incluso criminales del primer ministro Yanukóvich, derivaron en un estallido de violencia que disfrazó de gesta democrática lo que, a fin de cuentas, no fue sino un golpe de Estado puro y duro. Está bien recordarlo, dado el discurso predominante que intenta presentar aquel momento crucial –los polvos de los lodos de hoy- como una pugna entre dictadura y democracia, entre opresión y libertad, entre dominación extranjera e independencia.

Lo demás ya es sobradamente conocido: elecciones (tan limpias como las anteriores) que legitiman al nuevo régimen y deslegitiman al anterior, anexión pacífica e irreversible por Moscú de la Crimea de población mayoritariamente rusa que Nikita Jruschov regaló a Ucrania en los años cincuenta; levantamiento espontáneo en las zonas del sureste fronterizas con Rusia, el amigo desinteresado que brinda a los rebeldes la ayuda militar necesaria para consolidarse, incluso con soldados disfrazados de voluntarios; miles de muertos y heridos, centenares de miles de desplazados; enfriamiento de relaciones entre Rusia y Occidente, intercambio de sanciones y amenazas. Suma y sigue.

Lo último es que, mientras la situación en el frente ucraniano sigue estancada en su inestabilidad, con frecuentes violaciones de la tregua pactada en Minsk, se registra un aumento de la tensión militar en un estrato superior. Estados Unidos anuncia el que será el primer despliegue de armamento pesado en la antigua zona de influencia soviética desde el fin de la Guerra Fría. Y, claro está, llega la automática respuesta rusa, que lanza un mensaje inequívoco: ojo con nosotros, aún somos una superpotencia nuclear. Síntomas claros todos ellos de que el fin de la crisis no está cercano.

Así no se va a ninguna parte. Se equivoca quien piense que un Putin que tiene en el renacido nacionalismo ruso su mayor fuente de apoyo popular va a echarse atrás por un quítame allá esas sanciones, porque se le excluya de las cumbres del G-7 o por temor a verse envuelto en una nueva carrera de armamentos como la que terminó dinamitando la Unión Soviética.

El líder del Kremlin considera Ucrania como clave para mantener una esfera residual de influencia en Europa que complemente la que, no sin apuros y muchos matices, ha podido conservar en buena medida en Asia Central. Sabe, además, que la ruptura con Occidente nunca llegará a ser total, porque hay de por medio intereses económicos y geoestratégicos vitales, que cobran forma de oleoductos y gasoductos con destino a Europa, de centrales nucleares en Irán o de campos de batalla en Oriente Próximo. Y, además, Putin no está solo. Tiene a China, que tiene una agenda propia en competencia con la de Estados Unidos, como aliado de conveniencia con el que hacer grandes negocios que eviten el estrangulamiento económico y el aislamiento político del gigante bicontinental.

Si se pretendía estrangular a Moscú para que purgase sus pecados en Ucrania, el tiro está saliendo por la culata. A pesar del alto costo económico de la anexión de Crimea (que vive del presupuesto ruso) y del apoyo a los insurgentes del Donetsk, y aunque la economía sigue en recesión, lo peor ha pasado, la recuperación del precio del petróleo ha dado un respiro y la quiebra parece descartada.

Entre tanto, los meses se suceden sin que la solución al conflicto esté siquiera un poco más cerca. Pese a esporádicas violaciones de la tregua, la situación militar sigue estancada, lo que consolida la apuesta favorable a la secesión. Si se reactiva el conflicto, lo más probable es que sea en perjuicio del régimen de Kíev. Putin conserva la capacidad de elevar la temperatura bélica en la zona hasta el punto de hacer tambalearse al régimen ucraniano, sea o no cierto la afirmación del presidente Poroshenko de que su país se ha convertido en un polígono de pruebas para el armamento ruso más avanzado. Pero que no cuente con que Occidente le va a facilitar las "armas del siglo XXI" que dice necesitar para equilibrar la balanza. Más allá de los gestos de los últimos días, el apoyo occidental, y en particular el de Estados Unidos, nunca será a costa de un choque abierto con Rusia.

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