El mundo es un volcán

Agosto maldito

Para quien se mire solo el ombligo este ha sido un agosto maldito por culpa de un calor inmisericorde que ha disparado el consumo de electricidad y que solo de milagro no ha colapsado hospitales y disparado la cifra de fallecimientos. Pero ha sido también un agosto maldito por muchas otras razones: la descomposición de Syriza en Grecia, que quiebra la alternativa al pensamiento único de una Europa de contables y banqueros; la amenaza a la solidaridad que supone el ascenso del billonario xenófobo Donald Trump hacia la candidatura republicana a la presidencia de Estados Unidos; la catástrofe industrial de Tianjin y el hundimiento de bolsa china, que amenazan la estabilidad de un modelo económico y financiero que la globalización ha convertido en esencial; la aprobación de nueva legislación antiterrorista por el régimen golpista egipcio que cercena libertades básicas, aplasta a la oposición y disuelve la esperanza que suscitó la primavera árabe; la continuación rutinaria de la guerra que, desde Siria (donde los muertos ya se cuentan por centenares de miles), se extiende por Oriente Próximo con coletazos en Occidente como la amenaza terrorista que resucitan atentados como el de un tren francés; el enconamiento de conflictos bélicos como los de Somalia y Afganistán, incluso de Nigeria, cuyos ecos resuenan en una Europa que se ve cada vez más vulnerable...

No está mal para agosto, el mes en el que, no hace tanto, la prensa tuvo que inventar las serpientes de verano por falta de noticias. Ahora, la dificultad estriba en elegir una que, por sí sola, ejemplifique el lamentable estado del mundo, que casi hace envidiar la estabilidad de la Guerra Fría, aunque fuese bajo la espada de Damocles de una guerra atómica. No sin dudas podría elegirse como noticia más relevante de este maldito agosto la conversión en fortaleza protegida por alambre de espino de la misma Europa que un día fue tierra de asilo para los perseguidos y desheredados de la Tierra.

La crisis migratoria es el reflejo de un mundo injusto, de guerras y persecuciones, de lacerantes desigualdades, de la ausencia de voluntad política por parte del Norte próspero por resolver o paliar los problemas del Sur en su origen, de la preeminencia de objetivos de dominación económica y política por las grandes potencias, de la persistencia de un modelo económico mundial que bajo la bandera de la globalización consagra la explotación de los países pobres, que esquilma sus recursos naturales o los devalúa con criminales y abusivas reglas de mercado, que permite que centenares de millones de personas mueran de hambre cuando la agricultura y la industria agroalimentaria tienen capacidad de sobra para eliminar por completo la desnutrición.

Son las víctimas de esa injusta realidad que en gran medida les viene impuesta desde fuera, refugiados políticos y económicos, huidos de la guerra y de la miseria, las que en este agosto maldito han llegado –y siguen llegando- en oleadas interminables y difíciles de gestionar a las puertas de la fortaleza Europa. Nutren una trágica estadística en la que los muertos se cuentan por miles, con ocasionales tragedias masivas que despiertan el horror y que tanto pueden dejar 300 cadáveres de náufragos en las aguas del Mediterráneo como decenas más pudriéndose en la bodega de una precaria embarcación o en un camión frigorífico utilizados por los mercaderes de personas.

Tras largos y azarosos viajes, arruinados por el pago a las mafias extorsionadoras, pasando toda suerte de penalidades, hambrientos y sedientos, huyendo de la miseria, la persecución religiosa o las bombas, se encuentran al final del camino con las alambradas de espino en una Europa que se dice incapaz de absorber tan tremenda ola migratoria y cuyo principal argumento es que ese no es su problema. Sufren en su propia carne los efectos de una vergonzante insolidaridad, de la incapacidad o falta de voluntad de la UE para actuar al menos por una vez con una voluntad común, y no como un guirigay de 28 voces discordantes, no siempre indiferentes al dolor ajeno, pero raramente guiadas por el altruismo.

Por supuesto, es mucho más fácil predicar que dar trigo, y hay que reconocer que no existe solución sencilla para un problema tan complejo, con múltiples causas, desde el fanatismo y la intolerancia hasta la explotación y el reparto desigual de la riqueza. Pero algo está claro: que la UE no tendrá futuro sostenible y legitimidad moral mientras el egoísmo sea la esencia última de la respuesta de cada país por separados y de la Unión en su conjunto ante situaciones extremas, como la actual. De poco servirá teorizar sobre la forma de avanzar hacia la construcción continental y un proyecto común, si a la hora de la verdad cada país mira tan solo a sus propios y más inmediatos intereses, si se deja que sean los países fronterizos de la UE, obligados por la geografía a enfrentarse en primera instancia a la oleada migratoria, los que sufran casi en exclusiva las consecuencias de una avalancha que son incapaces de gestionar por sí solos.

Angela Merkel y François Hollande (no así David Cameron, cada vez más encastillado en su intransigencia euroescéptica) prodigan declaraciones y gestos para demostrar su sensibilidad y su deseo de resolver la crisis desde una perspectiva humanitaria. Intentan lo casi imposible: distinguir entre los emigrantes económicos y los solicitantes de asilo que alegan que sufren persecución en sus países de origen. Una diferencia de trato complicada de aplicar, que deja sin protección a la mayoría de los que se agolpan a las puertas de alambre de la UE y que, en la práctica, no sirve para acabar con esta vergüenza sino, si acaso, para poner un parche en la herida sangrante.

Hay que ir más allá de los intereses nacionales más inmediatos. Las instituciones europeas, que tanta firmeza han mostrado en la crisis griega, deben ser capaces de arbitrar soluciones efectivas para paliar esta tragedia, cuando no se trata ya de poner a un país de rodillas sino de brindar un futuro mejor a los desesperados de la tierra.

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