El mundo es un volcán

Corbyn: ¿Esperanza o utopía?

En un mundo ideal, los poderes públicos y las fuerzas políticas favorecerían un debate libre y abierto. Los rituales democráticos y sus resultados se asumirían sin reservas por el conjunto de la sociedad, y no solo por quienes resultan beneficiados por ellos. La victoria del veterano socialista Jeremy Corbyn en las elecciones para el liderazgo del Partido Laborista sería recibida con la misma normalidad con la que, en un sentido contrario, lo fue en su día la de Tony Blair, impulsor de la Tercera Vía, por otro nombre derechización al servicio del pensamiento único.

El triunfo de Corbyn, por el nadie hubiese apostado un penique hace apenas cuatro meses, ha sido el resultado del hartazgo en amplias capas de la sociedad británica por la aplicación de unas políticas, compartidas en lo esencial por las cúpulas de los dos grandes partidos que, durante la crisis, han ampliado hasta lo insoportable la brecha entre los de arriba y los de abajo y han borrado el papel que debería ejercer el Estado para combatir la desigualdad. Ha sido la respuesta airada y pese a ello sorprendente al grito de ¡basta! de los indignados, en la misma línea que la que ha propiciado la  llegada al Gobierno de Syriza en Grecia o la emergencia de Podemos en España.

En un mundo ideal, no sería necesario para felicitarse por el triunfo de Corbyn ser uno de sus votantes potenciales o compartir todo su ideario, desde la renacionalización de servicios esenciales como los ferrocarriles o las compañías energéticas a terminar con la austeridad sin renunciar a reducir el déficit, subir los impuestos a los más ricos, vetar la renovación de la flota de submarinos nucleares, eliminar las tasas universitarias, facilitar el acceso a la vivienda y el alquiler a precio razonable, rechazar más controles fronterizos contra la inmigración ilegal, estudiar la salida de la OTAN, oponerse al Tratado de Libre Comercio entre Estados Unidos y Europa, defender la permanencia en una UE más social y cercana al ciudadano y renunciar a las acciones militares (en Siria, en Irak, en Libia...) en favor de la negociación y las soluciones políticas.

En un mundo ideal, se podría entender que la entrada en escena de este denostador de la Tercera Vía y de las medidas tintas que apela al tradicional alma izquierdista del laborismo constituye un soplo de aire fresco que restituye la política al lugar que nunca debería haber abandonado: la confrontación de ideas y proyectos diferentes, capaz de ilusionar y movilizar a quienes se encontraban aburridos, apáticos, casi en estado catatónico, al menos en lo que va de este siglo XXI, a causa de la falta de una auténtica alternativa a un sistema que hace aguas y que no deja de cobrarse víctimas.

Pero claro, éste no es –ni mucho menos- un mundo ideal. Así que, antes de decir amén, a Corbyn ya le llueven palos de todas partes. Desde los grandes poderes económicos que se sienten amenazados. Desde los conservadores en el Gobierno que por boca tuitera del mismísimo primer ministro se ha apresurado a afirmar que el Partido Laborista se ha convertido en "una amenaza a la seguridad nacional, económica y familiar". Desde la práctica totalidad de los medios de comunicación, que se hartaron de advertir antes de la votación del riesgo que supondría la victoria del diputado por Islington. Desde el establishment laborista, ya sean los santones que ahora dirigen el partido o la mayoría de los diputados, los unos porque temen no poder controlar a su nuevo líder y los otros porque ven peligrar sus escaños en los próximos comicios. Desde quienes temen que detrás de Corbyn haya tan solo una plataforma de protesta y no la eficaz máquina de conseguir votos necesaria para batir a los conservadores. Incluso desde el pujante sector de la militancia que le ha aupado al liderazgo y que se verá defraudada si, en aras del pragmatismo y de preservar la unidad, modera su discurso o –como Tsipras- renuncia a algunos de sus principios.

The Economist, esa biblia del liberalismo que no oculta su falta de afinidad con Corbyn pero que no suele errar en sus pronósticos, advierte de que la cuestión no es tanto si podrá ganar las elecciones de 2020 (da por supuesto que no), sino cuánto durará al frente del laborismo (no cree que pase de 2017). Está claro que no le será fácil superar los escollos de la inminente conferencia del partido, las elecciones locales del año próximo y debates tan calientes y polémicos como la guerra de Siria, la crisis de los refugiados, la permanencia británica en Europa o el control del gasto público. La apuesta del semanario es que, ya sea por dimisión o por defenestración, Corbyn abandonará el liderazgo por la puerta chica para ser sustituido por un dirigente de la "izquierda blanda".

Aún dura la euforia de quienes ven en el ascenso de Corbyn una esperanza de regeneración, un insólito e inesperado soplo de aire fresco cuya composición química tiene como elemento esencial el izquierdismo al que ha renunciado la mayoría de los partidos que se definen como socialistas o socialdemócratas, ya sea el laborista británico, el PS francés, el PD italiano o el PSOE. Podemos y Syriza cantan victoria. Para Pablo Iglesias es un refuerzo que le viene de perlas en el momento crítico de la consolidación de su proyecto. Ve en Corbyn a un aliado, a otro Tispras. Pedro Sánchez celebra también el resultado, pero con la boca pequeña. Su proyecto está en las antípodas. Renzi y Hollande guardan silencio, aunque desde el PS se señale la obviedad de que es muy importante mantener la unidad del laborismo, que la mayoría de los analistas ve en grave peligro. No se descarta una catastrófica ruptura del partido que, teniendo en cuenta el sistema mayoritario que rige la elección a los Comunes, dejaría sembrado el terreno para que los conservadores obtuviesen un triunfo arrollador en 2020.

Si el fenómeno Corbyn se desinfla y es flor de un día, dejaría tras de sí el desaliento por el fracaso del único intento de renovación de la izquierda por la vía de recuperar sus más genuinas señas de identidad. El laborismo recuperaría su alma centrista llevada al extremo por Blair y que le permite disputar a los tories ese espacio intermedio vital para inclinar la balanza en las urnas en uno u otro sentido. Un bipartidismo la americana, con diferencias que suelen ser más de matiz que esenciales, seguiría siendo la columna vertebral del sistema. Y la esperanza en un proyecto ilusionante, que dé respuesta a las exigencias de justicia de los damnificados por la crisis, a las víctimas de la desigualdad, se quedaría en eso. En un espejismo, en otra expectativa defraudada, en el cambio que no pudo ser. En la consolidación del pensamiento único. En la lapidación total de la utopía socialista.

Suerte, míster Corbyn. Le hará falta.

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