El mundo es un volcán

Europa se acuerda de Turquía solo cuando truena

Tras 10 años de estériles negociaciones con vistas a una eventual integración en la UE, Europa descubre de pronto que Turquía es importante, y que puede resultar contraproducente seguir dándole con la puerta en las narices. En la cumbre del pasado domingo, los 28 decidieron dar un impulso al proceso de adhesión. ¿Qué ha cambiado de forma tan drástica que explique este cambio de postura, del desplante a la cálida acogida? Dos factores coyunturales (¿) que en el fondo son el mismo: la emergencia del Estado Islámico y la afluencia masiva de refugiados que huyen de las guerras de Oriente Próximo, de la siria en primer término.

El primer ministro turco, Ahmed Davutoglu, vuelve a reivindicar la vocación europea de su país, que viene de muy lejos: de la casi centenaria república laica implantada por Atatürk, de la política de modernización de corte occidental del Tanzimat del imperio otomano en el siglo XIX, incluso de siglos antes, aunque la mirada al Oeste fuese casi siempre más la de un conquistador que la de un socio. Y desde la Europa comunitaria, sumida en una grave crisis existencial, con amenazas separatistas como la británica, en plena alarma antiterrorista e incapaz de afrontar la crisis migratoria, se hace de tripas corazón para llegar a la conclusión de que, ésta vez sí, hay que hacer caso a Turquía.

La concesión de una ayuda inicial de 3.000 millones de euros para ayudar a gestionar la crisis de los refugiados es la parte más visible del reciente cambio de actitud europeo, pero quizá no lo más sustancial del paquete, que incluye también la promesa de suprimir la exigencia de visado, la realización de dos cumbres anuales y el desbloqueo de la negociación para abrir la UE al país euroasiático –hoy sumida en el letargo-, empezando por la discusión este mismo mes del vital capítulo de la unión económica y monetaria.

¿Significa esto que se abre un horizonte temporal claro que permitirá que en un horizonte razonable, de tres, cinco o siete años Turquía se convierta en miembro de pleno derecho de la Unión? Se intenta dar esa impresión, pero cuesta creer que responda a la realidad. A la hora de la verdad, cobrarán de nuevo todo su peso los obstáculos que se levantan en el accidentado camino hacia la adhesión: geográficos, políticos, económicos y culturales.

Todos ellos tienen doble filo, un contra por cada pro. O viceversa.

Una Turquía  en la UE significaría que ésta compartiría frontera con Siria, Irán e Irak, lo que importaría un foco de conflicto siempre latente y hoy más candente que nunca. Pero, al mismo tiempo, daría a la Unión el puente que necesita para enlazarla con el Cáucaso y Asia Central.

Turquía ha avanzado a paso de gigante hacia una democracia de corte occidental desde las turbulencias que condujeron al golpe de Estado de 1980, pero dista aún mucho de haber recorrido todo el camino, y el estilo autoritario y los recortes de libertades básicas como la de expresión durante los 13 años de dominio del islamista Erdogan no son aceptables para el club de Bruselas. Pero también es cierto que una perspectiva real de integración en la UE jugaría a favor de cambios democráticos imprescindibles para cumplir los estándares comunitarios, lo que debería traducirse en más pluralismo y respeto a los derechos humanos.

Una Turquía europea supondría asumir en buena medida las consecuencias del enconado conflicto kurdo y que Erdogan gestiona recurriendo más al palo que a la zanahoria. Por no hablar del contencioso de Chipre, isla partida en dos desde 1974, con el tercio norte ocupado militarmente desde entonces por Ankara, y cuyos dos tercios sureños conforman un país que es socio de la Unión, lo que le da poder de veto para cualquier ampliación comunitaria. Mientras no haya una solución a este problema, las posibilidades de que Nicosia y Atenas respalden la integración turca son cercanas a cero. El toque de esperanza llega ahora de que, tras muchas oportunidades desperdiciadas en el pasado que aconsejan cautela al opinar, está abierta la posibilidad de desbloqueo gracias a un acuerdo de principio entre las dos partes y con la perspectiva (abierta tanto al optimismo como al pesimismo) de las elecciones legislativas del próximo mes de mayo, a las que podría seguir la convocatoria de un referéndum sobre la fórmula de reunificación en el conjunto de la isla.

¿Más obstáculos? Muchos más: la cuestión religiosa (el 98% de la población es musulmana), la diferencia de nivel económico (que implicaría una carga enorme para las finanzas comunitarias), la bomba poblacional (con sus 75 millones de habitantes, Turquía sería el segundo país de la UE, y exigiría un papel acorde con ese dato), la actitud ante el Estado Islámico el régimen de Hafez el Asad y los intereses rusos (Ankara tiene su propia agenda, opuesta en muchos aspectos a la de la UE)...

El problema es que, pese a ser miembro de la OTAN, Turquía tiene una doble vocación: europea, por una parte, eso es indudable, pero también y de forma simultánea asiática o, más exactamente, mediooriental. Pese al papel relevante que le concedería su tamaño, dentro de la UE sería, al menos durante un periodo no corto de tiempo, un país marginal y fronterizo. Por el contrario, en Oriente Próximo tiene abiertas todas las posibilidades para ser una potencia regional clave, incluso con vocación de relevar a Egipto como la más influyente, y con la que hay que contar para diseñar el futuro de la zona y resolver sus grandes crisis.

Pese al ruido de las últimas semanas, la aspiración europea de Turquía se presenta con sordina, la que se deriva del hecho de que la UE no pasa por sus mejores momentos y de que Ankara no quiere renunciar –para someterse al dictado de Bruselas- a una agenda propia e independiente, con intereses geoestratégicos forjados durante siglos. Mucho menos estaría dispuesto Erdogan a renunciar en aspectos sustanciales al ejercicio autoritario y sultanesco del poder porque se lo ordenase un lejano gobierno supranacional. Sería impensable en quien sigue el ejemplo del zar Putin –casi su imagen especular- para conservar la vara de mando como presidente igual que antes lo hizo como primer ministro.  

Se diría que, en el fondo, y por motivos muy diferentes, las dos partes prefieren no remover demasiado las cosas y, sin un horizonte claro para la integración turca en la Unión, eliminar barreras y desarrollar una relación estrecha basada en la mutua conveniencia y en acuerdos concretos. Lo acordado en la cumbre del pasado domingo puede tener un efecto inmediato muy positivo en la crisis de los refugiados, es beneficioso para Turquía y la UE y constituye un ejemplo perfecto de esta vía realista, que coexiste con la política oficial de ambas partes de que su objetivo irrenunciable es que Turquía sea algún día un miembro más de la UE. Algo que habría hecho muy feliz a Atatürk, pero que no tiene por qué provocar el mismo entusiasmo ni en Erdogan, ni en sus compatriotas ni en el conjunto de los europeos.

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