El mundo es un volcán

Demasiadas matanzas, demasiadas armas

Como siempre tras una matanza que conmociona por el número de víctimas, la polémica sobre si se debe limitar o no la compra y posesión por particulares de armas de fuego (sobre todo las de asalto) estalla tras la masacre de Orlando. En este caso, el trágico suceso está adobado por circunstancias específicas que le diferencian de otros similares: la homofobia, el fanatismo, la sombra del estado Islámico, el récord que supone el número de víctimas y el hecho de que se produzca en plena campaña electoral. Por desgracia, lo más probable es que este último hecho sea el más determinante, y que las reacciones de los dos contendientes en la carrera a la Casa Blanca, y del propio Barack Obama, estén más pendientes de cómo convertir la tragedia en votos que de solucionar un problema que convierte a Estados Unidos en el país desarrollado con mayor proporción de muertes violentas.

Aunque el suceso presenta diversas aristas que justificarían también otro tipo de análisis, me centraré en la que es común a todas las tragedias de este tipo ocurridas en las últimas décadas: el control de armas. No es la primera vez que trato de esta cuestión y seguramente no será la última. Ya no me asombra, por ejemplo, que lo que escribí en 2012, tras la matanza en un colegio de Newton (26 muertos), siga siendo válido en lo esencial. Sin embargo, no volveré a caer en el error de entonces, cuando afirmé que "hay motivos para el escepticismo, pero también para una cauta esperanza".

El control de armas, en especial de las más letales, que para buena parte de los norteamericanos (si no la mayoría) supondría un ataque a su libertad personal que violaría la Constitución, es una de tantas promesas incumplidas por un Obama que pasará a la historia como un presidente cargado quizá de buenas intenciones pero incapaz de trasladarlas a la práctica.

Su coartada es que tiene las manos atadas por un Congreso dominado por los republicanos, empeñados en no dejarle respirar y en echar por tierra sus iniciativas más progresistas. Como coartada, puede que le sirva, pero esa explicación supone un reconocimiento expreso de que no ha estado a la altura de las circunstancias y no se ha atrevido a utilizar al máximo el plus de liderazgo que se le atribuye ni su capacidad ejecutiva. Es cierto que ni siquiera cuenta con el respaldo unánime de su propio partido para lanzar un desafío de esa magnitud, pero a ello se une la evidencia de que le ha faltado valentía para afrontar el reto. La consecuencia es que, durante su presidencia, el lobby de las armas no solo no ha retrocedido, sino que ha ganado terreno, con la adopción en muchos Estados de leyes que facilitan llevar armas en público y dificultan incluso saber quién las tiene.

El debate sobre el control de armas se convertirá, por supuesto, en una de las claves del análisis de lo sucedido en Orlando, pero sorprende que ni siquiera Hillary Clinton haya puesto el foco en este aspecto en sus primeras declaraciones, lo que demuestra hasta qué punto puede ser un arma de doble filo en plena campaña electoral. La candidata demócrata se ha centrado en defender la necesidad de "redoblar los esfuerzos para defender el país de amenazas internas y externas (...) derrotando a los grupos terroristas internacionales".

De esta forma, al no querer arriesgarse a que el tiro le salga por la culata (perdón por la metáfora) si fija su respuesta en lo que más le separa de Donald Trump en esta cuestión, ha dado ventaja a su rival, que incluso pide la dimisión del presidente y que presume de haber advertido del riesgo de un ataque del fanatismo islamista, dentro de un programa racista y xenófobo que incluso pretende prohibir la entrada de musulmanes en el país.

Con su tibia reacción, la exsecretaria de Estado, incapaz de conectar con un votante medio que la considera demasiado fría y alejada de la realidad, da otra paletada para cavar su propia tumba y despeja aún más el camino a la Casa Blanca a un Trump populista y políticamente incorrecto, cuyo posible triunfo alarma mucho más fuera de Estados Unidos que dentro.

En cuanto al propio Obama, se ha mostrado coherente con lo que siempre ha defendido, pero no ha podido evitar sonar a tópico y dejà entendu, y más en su condición de pato cojo con una capacidad muy disminuida de librar ya batallas legislativas importantes. Ha dicho lo que cabía esperar, que  no hacer nada es también una forma activa de hacer lo incorrecto, y que la matanza es un recordatorio más de hasta qué punto es fácil para cualquiera con intenciones homicidas disponer de los medios para hacerlas realidad. Hermosas palabras, que quedarán en nada si, como en ocasiones anteriores, no se traducen en hechos concretos.

Está claro que la dimensión de la matanza de Orlando ha sido posible gracias a que el fanático terrorista pudo disponer de armas más propias de una guerra que de lo que justificaría la defensa de las personas o de sus propiedades. Y tampoco hay duda de que una limitación generalizada y restrictiva de las armas de fuego en general disminuiría el trágico balance de víctimas de la violencia en Estados Unidos. Sin embargo, el derecho a portar armas de fuego se ha convertido en sacrosanto para gran parte de la población, si no la mayoría, y a través de grupos de presión tan poderosos como la Asociación Nacional del Rifle (que apoya abiertamente a Trump) frena con éxito una y otra vez cualquier iniciativa contraria a sus intereses.

Entre tanto, la gente sigue muriendo en ataques a colegios, cines, acuartelamientos o discotecas perpetrados por fanáticos lobos solitarios de catadura diversa. Que en este último caso se llegue a confirmar una conexión directa o indirecta con el Estado Islámico, y con el hecho de que Estados Unidos sea su principal objetivo, no hará menos cierto que el terrorista no habría podido asesinar al por mayor –la peor matanza desde el 11S- si no hubiera tenido un acceso tan fácil a armas de guerra.

Más allá de la conmoción generalizada por la tragedia y de que las voces a favor del control de armas se oigan con fuerza durante algún tiempo, lo más probable es que la matanza de Orlando, pese a su pavorosa dimensión, no genere ninguna consecuencia práctica que contribuya a evitar que se produzcan en el futuro hechos parecidos. Ni Obama puede, ni Trump quiere, ni Clinton lo tiene claro.

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