El mundo es un volcán

Turquía, ‘Brexit’ y seguridad europea

Aunque no convenga exagerar el impacto del Brexit en la seguridad europea, atentados como el de este martes en Estambul en un país miembro de la OTAN, eterno aspirante a ingresar en la UE y que en buena medida protege la frontera sureste de la Unión ilustran la gravedad de una amenaza terrorista que exige una respuesta coordinada cada vez más difícil de articular y que podría verse afectada por la salida del club de los 28 de un país clave.

La matanza del aeropuerto Atatürk apunta más al Estado Islámico (la amenaza global) que a la guerrilla independentista kurda de Turquía (la amenaza específica), aunque ambos sean enemigos declarados del gobierno del islamista Recep Tayyip Erdogan, cuya política en Oriente Próximo, intransigencia y prácticas dictatoriales, impropias de un régimen formalmente democrático, suponen con frecuencia echar gasolina al fuego.

Aunque este atentado, y otros igualmente terribles perpetrados en Turquía durante los últimos meses, ocurran fuera de las fronteras de la UE, no pueden desvincularse de la progresiva inseguridad en el Viejo Continente que se ha cebado últimamente en Bélgica y Francia, pero que en cualquier momento puede volver a sembrar de cadáveres las calles de Londres, Berlín o Madrid.

La violencia terrorista es consecuencia directa del desbarajuste en Oriente Próximo, la destrucción de los Estados iraquí y sirio, el rediseño del mapa de la región, el desconcierto de un Occidente que quiere seguir siendo allí relevante pero que se debate entre la sumisión a Washington, la pasividad y la torpeza, la persistencia del enconado conflicto israelo-palestino y el choque de intereses entre Irán y Arabia Saudí, por un lado, y entre Estados Unidos y Rusia de otro.

El resultado es que, más de un cuarto de siglo después de la caída del muro de Berlín, que se suponía que abriría la puerta a una nueva era de paz en el mundo, se mantienen muchas de las causas que provocaron los choques de trenes de la época de la Guerra Fría, con el agravante de la emergencia del Estado Islámico, que ha ampliado el frente de la yihad hasta llevarlo a los bastiones del infiel considerados hasta ahora más seguros.

Aunque Erdogan no se lo esté poniendo fácil, la UE tiene dos buenos motivos para estrechar lazos con Turquía. 1.- La amenaza a la seguridad que desde allí llega a Europa, mitigada porque la misma geografía de la península anatólica, junto a la mano dura del régimen, deberían servir de tampón para desactivar en buena medida el peligro terrorista. Y 2.- La crisis de los refugiados que, en último extremo, ha sido el motivo de que la mayoría de los británicos votase por abandonar la Unión y situase al proyecto europeo en una encrucijada existencial.

El dilema es muy serio, porque hacer tratos con Erdogan, cambiar la política de visados o facilitar un acceso de Turquía a la UE a medio plazo, bloqueado durante décadas, es difícil de defender cuando desde Ankara se lanzan las señales equivocadas, se violan libertades fundamentales como las de expresión y de prensa y se ralentiza el proceso de normalización democrática. A pesar de ello, no queda otra que llegar a un compromiso que, en el terreno de la seguridad, debería pasar por el diseño de una estrategia antiterrorista conjunta, de manera que las amenazas se conjuren en lo posible en su origen o en su tránsito, antes de pasar de Asia a Europa. No debería ser difícil perfeccionar los mecanismos ya existentes en el seno de la OTAN, organización de la que forman parte tanto Turquía como los países de la UE, incluido por supuesto el Reino Unido.

Cabe suponer que la pertenencia de Londres a la Alianza, que el Brexit no pone en cuestión, jugará a favor de que la desvinculación británica de la Unión se efectúe de la manera menos traumática posible, un proceso en el que cabe esperar que tenga un papel importante Estados Unidos, que considera a la OTAN su brazo armado en el área cubierta por el Tratado Atlántico. Lo que no corre peligro es la privilegiada relación estratégica que ha unido a Washington y Londres desde la II Guerra Mundial, pero sin que el Reino Unido pueda seguir jugando su papel de punta de lanza o abogado de los intereses norteamericanos en la UE.

En sentido amplio, el Brexit supone una amenaza a la seguridad europea, que es el resultado de un largo proceso de integración en el que, aunque con muchos matices, los Estados han cedido parte de sus atribuciones nacionales a favor de una política común. Sin el Reino Unido, esta tendencia puede interrumpirse, y podría ser mucho peor si la fiebre segregacionista contagia a otros países donde movimientos populistas y de extrema de noche reclaman ya una recuperación de su independencia y exigen referendos para abandonar la Unión. Ese probable desarrollo puede lesionar la cohesión comunitaria y, como consecuencia, aumentar la vulnerabilidad del continente ante peligros externos, además de exacerbar los internos.

El gran éxito de la UE, más allá de logros como el mercado único o la libertad de movimientos, ha sido desactivar los conflictos bélicos que, con un costo de decenas de millones de vidas, marcaron la atormentada historia del siglo XX. Ha habido guerras en Europa –sobre todo las de la antigua Yugoslavia- pero nunca dentro de las fronteras comunitarias. Por eso, cualquier movimiento que invierta la tendencia a una mayor integración, debe contemplarse con legítima preocupación, aunque ahora mismo no se vislumbre ningún motivo claro de conflicto que evoque los fantasmas de un pasado trágico.

Que aumentan las tensiones internas en la Unión es evidente. Se pone dramáticamente de manifiesto en la crisis de los refugiados, que está destruyendo un principio clave de la construcción europea -la solidaridad-, lo que también podría tener su precio en cuanto a deterioro de la seguridad colectiva. Es el resultado de que haya países cuyos gobiernos, o algunos de sus partidos más importantes, olviden que hay que estar a las duras y a las maduras, y que, cuando se alcanza un consenso sobre la política común, no cabe cuestionarlo si se considera que están afectados los intereses particulares. Una actitud, por cierto, que casi ha sido una constante desde que el Reino Unido ingresó en la Unión.

El Brexit, por supuesto, altera las coordenadas del problema, cuya solución debe pasar por articular los mecanismos para que Londres –al menos de facto, si no es posible de iure- siga comprometido con la política exterior y de seguridad común. Atentados como los de París o Bruselas, y los cada vez más frecuentes en Turquía, ponen de manifiesto la necesidad de establecer mecanismos de defensa adecuados. El precio a pagar si no se hace promete ser demasiado alto.

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