el pingue

Celemín

La artrosis de sus manos le dejaban la suficiente movilidad como para agarrar el chato de clarete y las fichas de dominó. En eso consistía ya su vida. En eso y en un paseo diario hasta el cruce con la nacional, donde estaba una de las tierras que había arrendado a Palomo. Nunca quiso que así fuera. A sus tres hijos les había dado estudios y ninguno había seguido con el campo, ésa era su pena. El mayor, Julián, había hecho ingeniería agrícola y montó una empresa de semillas alemanas. Hacía unos meses, en vista de la que estaba cayendo, había hecho gestiones para la venta de la la nave y el traspaso de la franquicia.

Celemín
Con lo que sacara quería regresar al pueblo y labrar, de nuevo, las tierras. Las ofertas por el negocio apenas habían superado los ciento vente mil euros. Así no podría hacer frente a la compra de la maquinaria necesaria para llevar las cincuenta y seis hectáreas de las que disponía Ramón. Además, los otros dos hermanos querían parte de los beneficios de lo producido, estaban en su derecho, motivo por el cual su padre, con dolor, le quitó de la cabeza a Julián el ser, de nuevo, campesino. Las palabras de sus hermanos le habían pesado tanto como todas las piedras que había quitado a mano de la finca Vallescenar. Aquel paseo en el fondo no le gustaba, pero todo lo que él había sido se entendía en aquella hectárea orilla de la nacional. Resonaban las palabras de su padre: "El primer celemín de trigo para los gochos".

- ¡Cierro!

-Coño Ramón, ¿dónde estás? ¿Cómo pones la blanca nueve y no la doble nueve? ¡Anda, cuenta!

- Cincuenta y seis, Palomo.

 

Letrasjuntas nº15

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