El tablero global

Guerra civil de ayatolás tras los muros de Qom

Sólo por un momento, imaginemos que el Consejo de Guardianes de la Revolución se hubiera tomado un par de días, tras las elecciones presidenciales iraníes del 12 de junio, para proclamar la reelección de Mahmud Ahmadineyad con el 51% de los votos. Entonces, el líder supremo, Alí Jamenei, habría podido certificar esa victoria casi sin oposición y, probablemente, Irán y el resto del mundo se habrían resignado al continuismo de un régimen aislado de la realidad internacional y de los cambios en su propia sociedad.
Pero tan inseguros se sentían los cortesanos de Jamenei, tan asustados estaban los esbirros de Ahmadineyad, que anunciaron un imposible triunfo arrollador del impopular presidente populista y desencadenaron el movimiento opositor más peligroso que jamás hayan afrontado los herederos de Jomeini. Sin embargo, la gran amenaza para el poder absoluto del sistema velayat-e faqih (la tutela del máximo jurista) que estableció el fundador de la República Islámica no está en las calles donde jóvenes y mujeres siguen manifestándose, sino en los oscuros pasillos de los seminarios de la ciudad santa de Qom.
Allí, tras los muros donde se reúnen los ulemas, estudiosos y maestros del chiismo, se ha fraguado una insurrección de ayatolás que más parece venganza contra el clérigo mediocre al que se vieron obligados a aceptar como sucesor de Jomeini, hace 20 años, por las presiones del mismo maquiavelo que ahora pretende hundirlo. En 1989, tras la muerte del guía espiritual, ese vaticano chií debía haber elegido a un indiscutible líder islámico, un marya o fuente de emulación, como el gran ayatolá Husein Alí Montazeri, el único que estaba a la altura del propio Jomeini.
Empero, Montazeri había caído en desgracia desde que denunció la masacre de cientos (quizá miles) de presos políticos en la cárcel de Evin. Así que Alí Akbar Hashemi Rafsanyani (el mismo que hoy maniobra contra él), conspiró día y noche para que la Asamblea de Expertos aceptase a un segundón, alguien que ni siquiera era ayatolá, Jamenei, como líder supremo.

Rafsanyani encumbró así a su antiguo compañero de seminario, al que hasta entonces había dominado por carácter e inteligencia, porque estaba convencido de que seguiría controlándole. Y así fue durante largos años, en los que Rafsanyani fue presidente, beneficiando a los bazaarís (la clase empresarial) y enriqueciéndose él y sus familiares.
La explicación de que ahora se haya vuelto contra el mismo que entronizó, apoyando al candidato opositor Mir Hossein Musaví, radica en la desastrosa política económica de Ahmadineyad, que está llevando al país a la ruina pero que el líder supremo apoya porque cree que esa gestión populista le granjeará la adoración de las masas. Contra los despropósitos (tanto internos como externos) del presidente, y en abierto desafío al que debería tener la última e indiscutible palabra ejecutiva y religiosa, se está aliando una poderosa facción de dirigentes mal llamados "reformistas" en Occidente.
El supuesto progresista Musaví fue incluso más ultraconservador, como primer ministro durante la guerra con Irak, que el propio Jamenei. Y su ahora padrino, Rafsanjani, fue el arquitecto del andamiaje institucional que puso todo el poder ejecutivo al servicio del fundamentalismo religioso. Sólo podríamos calificar de reformista, en el actual campo opositor, al ex presidente Mohamed Jatamí, quien no recibió gran apoyo durante su mandato de los que ahora maquinan para derribar al líder supremo.
Todos estos confabulados desde el interior del hermético sistema político-religioso iraní pretenden aprovecharse de las tensiones sociales que sacuden el país para recuperar el poder que les arrebataron dos toscos integristas. Y lo más curioso es que fueron estos últimos los que provocaron el seísmo que les puede arrastrar al abismo, por empeñarse en amañar unas elecciones que seguramente habían ganado igualmente por la mínima.

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