Tierra de nadie

Camps vuelve a sonreír

Lo mejor de la absolución de Francisco Camps es que el dandy de la Albufera vuelve a estar contento como sólo él sabe estarlo. Su sonrisa ilumina Levante y hasta poniente, llena de alborozo a los que siempre creyeron en la Justicia y, lo que es más importante, devuelve el prestigio a los trajes con ceñidor trasero, absurdamente puestos en la picota por un populacho que sólo se acerca a la moda en los 8 días de oro para comprarse unas bermudas. Hoy más que nunca a Camps hay que quererle un huevo, o mejor dos, que no vamos a regatear el cariño a este prohombre que ha sido perseguido con saña por defender una amistad que, como diría Tagore, es fosforescente porque resplandece cuando todo ha oscurecido.

A Camps hay que rehabilitarle cuanto antes porque este país no puede permitirse el lujo de perder para los asuntos públicos a una persona más recta que el Miguelete, a un brazo de mar que ha sorteado con la elegancia de un cisne las rocas que le arrojaban sus más furiosos enemigos y que ha mirado al destino de frente, retando al más cegador de los soles sin esas gafas oscuras tan espantosas que lleva Carlos Fabra para ocultar que le falta un ojo, cuando todo el mundo sabe que su mirada es de lince para la política y los juegos de azar.

Es obligación del PP limpiar el mancillado honor de Camps y ofrecerle un cargo a la altura de sus capacidades, que son muchas. Lo ideal sería reponerle en la presidencia de la Generalitat, donde su impronta de austeridad tanto se echa en falta. Pero si eso no es posible para desgracia de sus conciudadanos, no sería justo relegarle a una embajada por eso de que ya tiene el fondo de armario listo para cualquier recepción. El valenciano se merece como poco un ministerio, con su cartera de Ubrique en cuero negro, cuando no una vicepresidencia, para que Rajoy pueda cumplir su palabra de estar siempre detrás, delante o al lado de él sin moverse mucho de Moncloa.

El jurado popular que ha devuelto a este ejemplar marido de famacéutica las ganas de sonreír nos ha enseñado una lección: no hay que dejar que una tonelada de pruebas arruinen un final feliz.

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