Tierra de nadie

El funcionario también vota

Hay tópicos inmutables. Uno de ellos asocia a los funcionarios con chupatintas con cara de estreñidos, que penan tras una ventanilla y se vengan del mundo haciendo la puñeta a quienes se les acercan. El funcionario es la instancia y la póliza, el cancerbero uniformado de los interminables pasillos ministeriales, el estampador de sellos, el ratón parido por la montaña de formularios, el que no pudo ser otra cosa, y, por su puesto, el vago contumaz. A la extensa tradición literaria sobre estos macilentos seres, desde Larra a Pla, se ha superpuesto el desprecio general por el servicio público, y ello ha conformado esta imagen del ocioso al que mantenemos los auténticamente productivos y al que despediríamos si pudiéramos por superfluo y para que sepa lo que vale un peine.

Olvidamos, claro, que funcionarios o empleados públicos son los jueces, los policías y guardias civiles, los médicos y el personal sanitario, los catedráticos de universidad y los profesores de los niños, los bibliotecarios, los conductores del metro y del autobús y hasta los barrenderos. Los habrá ineficaces y caraduras, como entre los periodistas o los fontaneros, pero, siendo cierto que no están expuestos a los vaivenes del mercado laboral y tienen garantizado su puesto de trabajo, ni son tantos –la proporción por habitante es mayor en Holanda, Reino Unido, Alemania, Luxemburgo o Finlandia, por citar algunos ejemplos- ni viven como los marajás de Kapurtala.

La Administración, desde luego, dista mucho de ser perfecta. Los burócratas existen y, posiblemente, este país no pueda permitirse el lujo de multiplicar cada puesto por 17 ni mantener las estructuras de más de 8.000 ayuntamientos. De nada de esto son culpables los empleados públicos a los que ahora se recorta el sueldo, cuya misión en esta crisis ha sido la de consumir para facilitar el crecimiento, por eso de que tenían asegurada la nómina a final de mes.

Zapatero y los sindicatos, que ayer se reunieron para escenificar su divorcio, saben que nadie, salvo sus madres y con dudas, secundaría una huelga general para defender a los funcionarios. Todo lo más, habrá protestas que sentirán los ciudadanos, mientras el Estado se ahorra otro pico con sus paros. Estarían inermes si no fuera porque también votan. Y ahí le dolerá a más de uno.

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