Tierra de nadie

Ya sabemos quién es pobre

Poco después de enterarnos de lo que es un rico para el Gobierno, hemos conocido lo que es para Esperanza Aguirre un pobre de pedir: ella misma. La situación financiera de la presidenta de Madrid ha debido de empeorar desde que reveló que con sus 100.000 euros de sueldo al año había veces que no llegaba a fin de mes, quizás porque el problema estructural de ese palacete de 1.000 cuadrados en el que vive -unos techos tan altos con los que uno no gana para la calefacción, eléctrica para más inri-, sigue sin resolverse. Con la confesión de su indigencia, negaba ser de los llamados a apoquinar con el nuevo impuesto a los ricos de Zapatero y remataba la faena con un elocuente "lo pagará Bono, me imagino". Es muy posible que imagine bien.

La existencia de pobres de este jaez golpea las conciencias como las botellas de Moët Chandon que bautizan a los trasatlánticos. Nos quejamos de vicio. Aguirre, casada en gananciales con ese buen partido que es el conde de Murillo, entre la gélida mansión madrileña, su fresneda en El Escorial con otro palacete tan frío como el primero, sus fincas ganaderas en Salamanca y Ávila y sus propiedades en Guadalajara a pie del AVE, no se descalza por menos de seis millones de euros en ladrillos y dehesas. Ante pobreza tan palmaria sólo cabe apuntar que no habría derecho a que el Gobierno se ensañara tributariamente con alguien tan humilde.

La definición de pobre que más se ajusta al caso en cuestión es la que nos brinda Ambrose Bierce en su Diccionario del Diablo: "Persona incapaz de pagar sus impuestos. Por ejemplo, el magnate Vanderbilt", en referencia al que estaba considerado el hombre más rico del mundo a mediados del XIX. Nada ha cambiado desde entonces. Sigue habiendo gente más pobre que las ratas, pobres de solemnidad, pobres de espíritu y pobres diablos. El pobre de pedir es una categoría relativamente reciente, a la que se han visto conducidos aquellos desgraciados que padecen el nefasto aislamiento térmico de los caserones de la capital.

Finge Aguirre estrecheces, pensando que ello le humaniza y le reporta complicidades entre los que se visten en Zara. Hay en todo ello, sin embargo, bastante obscenidad y un sentido del tacto que sería la envidia del capitán Garfio. El cuento de Cenicienta no funciona en dirección contraria.

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