Tierra de nadie

Presidentes con fecha de caducidad

Si hacemos caso a los sondeos, la polémica artificial en torno a la sucesión de Zapatero, alimentada desde el propio PSOE, ha tenido ya como consecuencia que dos tercios de la población crea conveniente que el presidente ceda el testigo a otro dirigente de su partido como candidato en las próximas elecciones generales. La importancia del dato es aún mayor si se tiene en cuenta que la mitad de los votantes socialistas apoyarían este relevo, tal y como reflejaba este domingo el trabajo de Metroscopia para el diario El País. Según la encuesta, Rubalcaba sería la alternativa con mayores posibilidades de éxito. Lo de Prisa y el ministro es un largo amor correspondido, pero esa es otra historia sobre la que no conviene detenerse por ahora.

El asunto no ha dejado indiferente al Gobierno, que ayer mismo se apresuraba a desmentir por boca de José Blanco y de la vicepresidenta De la Vega que el PSOE se plantee, siquiera como un juego de Brain Training, otra opción que no fuera la de colocar el rostro de Zapatero en los carteles electorales de 2012. Es de esperar, por tanto, que vayan en aumento las presiones para que el propio Zapatero se confirme a sí mismo, algo con lo que nos desayunaremos cualquier día de éstos, salvo que su renuencia a postularse tenga fundamento y no sea una simple pose como muchos suponen.

¿Cómo entender que la mitad de los simpatizantes socialistas quiera jubilar a Zapatero y que, al mismo tiempo, una amplia mayoría de ellos reconozcan que les sigue inspirando confianza? Quizás nos encontremos ante la expresión de una actitud refractaria hacia los liderazgos demasiado prolongados en el tiempo, toda una novedad a juzgar por la longevidad en el poder de algunos dirigentes autonómicos. De ser así, habría llegado el momento de debatir sobre la limitación de mandatos e, incluso, establecer por ley la imposibilidad de que un político pueda optar indefinidamente a la reelección.

Ocho años es un plazo razonable para que un líder pueda poner en práctica sus iniciativas. Por muy doloroso que fuera el relevo, el país se sobrepondría a la pérdida y volvería a otorgar la confianza a las mismas siglas si su proyecto mereciera la pena. La obligación de fabricar un nuevo líder revitalizaría a los partidos. Lo agradecería hasta la psicología, que dejaría de incluir el síndrome de la Moncloa en su lista de patologías.

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